Miguel José de Azanza (1746-1826). Virrey de Nueva España y político en la encrucijada de su tiempo

Militar, diplomático y político, Miguel José de Azanza fue uno de los personajes más influyentes de la España ilustrada y de la Nueva España a finales del siglo XVIII. Nacido en Aoiz (Navarra)
en 1746, su carrera lo llevó a desempeñar cargos de gran relevancia que
lo situaron en el centro de las convulsiones políticas y militares de
su época. Su vida, marcada por su paso como virrey de la Nueva España y
por su actuación durante la ocupación napoleónica de la península
ibérica, ilustra la complejidad de un periodo de transición entre el
Antiguo Régimen y los albores de la modernidad política.

Contexto de su nacimiento y formación

El entorno en el que nació Azanza
estaba profundamente influenciado por la estructura monárquica
borbónica y la corriente reformista de la Ilustración. En el siglo
XVIII, España, bajo los reinados de Carlos III,
experimentó una transformación administrativa y económica impulsada por
las llamadas reformas borbónicas. Estas buscaban centralizar el poder y
modernizar el Estado, fomentando a su vez la educación y las ciencias.
En este contexto, la figura de Azanza se forjó con una fuerte vocación
de servicio a la Corona y una mentalidad ilustrada, influida por las
ideas de progreso y orden.

Desde joven, Miguel José de Azanza
se vinculó a la carrera militar, iniciando su trayectoria en 1768, año
en que declaró servir a la Patria. Su formación práctica lo llevó a
recorrer casi toda la América septentrional española, acompañando a José de Gálvez,
entonces secretario del virreinato y figura clave en las reformas
americanas. Esta experiencia temprana le proporcionó un conocimiento
profundo de las realidades coloniales y una perspectiva amplia sobre la
gobernanza en los dominios ultramarinos.

Logros y momentos importantes de su vida

A lo largo de su carrera, Azanza
desempeñó numerosos cargos que lo convirtieron en un funcionario
versátil y de gran influencia. Participó en el sitio de Gibraltar y fue
enviado como encargado de negocios a San Petersburgo y Berlín,
lo que refleja su relevancia en la diplomacia de la Corona. En el
ámbito interno, fue intendente de provincia en Toro y Salamanca, además
de corregidor de este último partido, destacándose por su eficacia
administrativa.

En 1795, fue nombrado ministro de la Guerra,
consolidando su posición en la corte y confirmando su valía como hombre
de confianza. Dos años después, cuando se reestructuraron los
virreinatos de América, recibió el nombramiento de virrey de Nueva
España. Su mandato, aunque breve, fue notable por las reformas y
mejoras que impulsó. No embarcó hasta abril de 1798 debido a los
problemas en la Corte, entre los que figuraba su enfrentamiento con Manuel Godoy, personaje con el que mantuvo una enemistad que marcaría su trayectoria.

Su llegada a la Nueva España, en
mayo de 1798, supuso la aplicación de su experiencia militar y
administrativa en un territorio que enfrentaba desafíos estratégicos y
económicos. Azanza reorganizó las defensas de Veracruz,
disolviendo las milicias de Orizaba para destinarlas a la agricultura,
y reforzó el fuerte de San Juan de Ulúa. Terminó la construcción de 18
lanchas cañoneras iniciadas por su predecesor, mostrando su compromiso
con la defensa naval de la colonia.

En la ciudad de México, Azanza logró superar la resistencia de los partidarios del anterior virrey y nombró brigadier a Félix María Calleja por sus campañas pacificadoras en el norte. Fortaleció las fábricas de armas de Perote y Chapultepec
y ordenó una expedición contra el enclave británico de Belize, aunque
esta fracasó ante la superioridad naval inglesa. También prestó
atención a la costa del Pacífico, reforzando los puertos de San Diego,
Monterrey y San Francisco, y enviando fragatas a Acapulco.

Su política ilustrada incluyó
iniciativas económicas y sociales como la regulación de la producción
de aguardiente, el rescate del azogue para las minas, y la ordenación
de mercados y alumbrado público. Impulsó la apertura de caminos hacia Sonora y Nuevo México, y fomentó las ferias comerciales en Jalapa, Acapulco y Veracruz, contribuyendo al desarrollo económico de la región. Fundó el pueblo de Candelaria de Azanza en las márgenes del río Salado, con el objetivo de repoblar California, reflejando su visión de colonización y crecimiento.

Impacto en la sociedad y su tiempo

La gestión de Azanza como virrey
de Nueva España fue reflejo de las políticas ilustradas de la
metrópoli. Sus reformas buscaban no solo la defensa del territorio,
sino también el fomento de la prosperidad y la organización social. La
modernización de infraestructuras y el fortalecimiento de la
administración virreinal sentaron bases para un desarrollo más
sostenible y ordenado.

No obstante, también enfrentó
resistencias. Durante su mandato tuvo lugar la llamada “conspiración de
los machetes” en 1799, un amago de rebelión protagonizado por grupos
indígenas con aspiraciones independentistas. Aunque fue rápidamente
sofocada y no tuvo consecuencias inmediatas, Azanza comprendió la
importancia de alertar a la Corona sobre el creciente peligro de
insurrección en las provincias americanas, anticipando el clima de
inestabilidad que culminaría años más tarde en las guerras de
independencia.

Su labor fue reconocida
oficialmente tras un juicio de residencia que se resolvió en 1803,
donde el Consejo de Indias elogió su “honor, justificación y pureza” en
el ejercicio de sus funciones, destacando su reputación como servidor
leal de la monarquía.

Legado y controversias posteriores

Tras su regreso a España, Miguel José de Azanza continuó vinculado a la política, aunque su enemistad con Manuel Godoy lo mantuvo alejado de la corte. Fue consejero de Estado y, tras el motín de Aranjuez y la caída de Godoy, recibió el encargo de la cartera de Hacienda de manos del príncipe Fernando. Sin embargo, la invasión napoleónica y la abdicación forzada de Fernando VII lo situaron en una posición comprometida.

Miembro de la Junta de Gobierno
que permaneció en Madrid durante la partida de Fernando a Francia,
Azanza firmó las cartas de la Junta del 17 de abril de 1808.
Posteriormente, presidió la Junta de Bayona y colaboró con José I, a quien envió cartas junto con Urquijo, mostrando su alineación con el nuevo orden impuesto por Napoleón. Fue nombrado ministro de la Guerra y, de forma interina, de Negocios eclesiásticos, además de recibir el título de duque y el Toisón de Oro. Sin embargo, la Junta Central lo declaró reo de alta traición en 1809, confiscándole sus bienes y situándolo en el ojo de la polémica.

Durante estos años, la figura de Azanza se convirtió en blanco de críticas acerbas. Publicaciones como El patriota
lo calificaron de “servil por esencia”, cuestionando su lealtad y
ambiciones. Sus esfuerzos por justificarse dieron lugar a la
publicación conjunta con O’Farrill de la Memoria sobre los hechos que justifican su conducta desde Marzo de 1808 hasta Abril de 1814, una defensa de sus acciones en un tiempo de crisis y redefinición política.

Este texto, conocido como la Memoria justificativa,
ilustra la tensión entre el Antiguo Régimen y los valores emergentes de
la modernidad política. Azanza, como hombre de su tiempo, se mantuvo
firme en la defensa del orden establecido, pero no logró comprender del
todo las transformaciones que sacudían a la España de inicios del siglo
XIX.

La figura de Azanza en la encrucijada histórica

La vida y obra de Miguel José de Azanza
continúan siendo objeto de análisis y reflexión. Su paso por la
administración colonial y su actuación durante la invasión napoleónica
lo muestran como un hombre atrapado entre la lealtad al Antiguo Régimen
y las fuerzas renovadoras que emergían con fuerza. Su gestión en Nueva
España evidencia un espíritu ilustrado y reformista, preocupado por el
bienestar y el progreso de la colonia, mientras que su papel en la
península revela las tensiones políticas de una España que se debatía
entre el absolutismo y la modernidad.

Hoy,
su figura suscita debates sobre la compleja relación entre la metrópoli
y sus colonias, así como sobre el papel de las élites ilustradas ante
los movimientos de independencia y los cambios estructurales. Su
trayectoria, marcada por la coherencia de sus principios, pero también
por su falta de visión de futuro, invita a seguir explorando cómo los
líderes del pasado enfrentaron dilemas similares a los que aún nos
acompañan: la tensión entre tradición y cambio, entre lealtad y
adaptación, y entre el poder establecido y las aspiraciones de un mundo
nuevo.