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LiteraturaPeriodismoBiografía

Azorín (1873-1967)

Azorín. Echevarría. Museo del Prado.

Narrador, ensayista, articulista y dramaturgo español, nacido en Monóvar (Alicante) el 8 de junio de 1873 y fallecido en Madrid el 2 de marzo de 1967. Su nombre completo fue José Martínez Ruiz, aunque es universalmente conocido por su pseudónimo literario de "Azorín", firmó también algunos de sus escritos bajo los nombre espurios de "Cándido" y "Ahrimán". Convertido desde su juventud en uno de los valores medulares de la que luego habría de denominarse -siguiendo su propia propuesta- Generación del 98, dejó un extenso y fecundo legado literario y ensayístico que, por la limpieza y singularidad de su estilo, le sitúa entre los grandes maestros de la prosa castellana de todos los tiempos. En su particular modo de contemplar el objeto literario, "Azorín" dio lugar a unas novedosas artes descriptivas que persiguen la captación del mínimo detalle, la plasmación escueta de la realidad descrita (por medio de una sintaxis tersa y depurada, basada en la brevedad de la frase y el empleo riguroso de la puntuación), y el hallazgo de una adjetivación sobria y contenida, pero de una eficacia sorprendente. Valiéndose de estas depuradas singularidades de su estilo, "Azorín" construyó un sólido universo imaginativo y reflexivo en cuyo centro figuran algunos de los temas que pronto habrían de dominar las Letras españolas contemporáneas: la preocupación por la identidad nacional, la contemplación emotiva del paisaje del interior de la Península, la recuperación del pasado glorioso de la nación (con especial atención a las figuras señeras de la cultura clásica hispánica) y, sobre todo, la constante meditación sobre el cíclico fluir del tiempo, que en las obras de "Azorín" parte de los ecos nietzscheanos del "eterno retorno" para acabar condensándose en una máxima que, a la postre, sirve para caracterizar toda su producción impresa: "Vivir es volver a ver".

Vida

Nacido en el seno de una familia de clase media, recibió la formación elemental destinada por aquellos años a cualquier muchacho de su misma condición. Especialmente significativo en su proceso de madurez intelectual y espiritual fue su paso por el Colegio de los Padres Escolapios de Yecla (Murcia), del que después quedarían importantes recuerdos en su novela titulada Las confesiones de un pequeño filósofo (1904). Al término del bachillerato cursado en este Centro, José Martínez Ruiz ya se había dejado llevar por una fuerte inclinación hacia el estudio de las disciplinas humanísticas y el cultivo de la creación literaria, por lo que decidió matricularse en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia, para emprender unos estudios superiores de Leyes que, en el fondo, nunca le merecieron una atención prioritaria, ya que desde muy pronto comenzó a preocuparse únicamente por la escritura literaria y periodística. Así, su paso incierto por varias facultades de Derecho le permitió conocer las aulas de algunas ciudades de tanta tradición universitaria como Granada, Salamanca y Madrid, para acabar asentándose de forma definitiva en la capital de España, donde pronto encontró firmes valedores que le ayudaron a ganarse la vida por medio de múltiples colaboraciones publicadas en los principales medios de comunicación del país. Al mismo tiempo, dio a la imprenta sus primeros volúmenes de crítica literaria, dos obras verdaderamente precoces que, tituladas La crítica literaria en España (1893) y Buscapiés (1894), vieron la luz, respectivamente, bajo los pseudónimos de "Cándido" -alusivo al personaje universal de Voltaire- y "Ahrimán".

Uno de esos primeros mentores de la obra de "Azorín" fue el también levantino Vicente Blasco Ibáñez, quien, desde su cargo de director del diario El pueblo, brindó al joven escritor alicantino la oportunidad de difundir sus artículos iniciales (firmados, en aquellos albores de su carrera periodística, también con el pseudónimo de "Ahrimán"). Se inauguró así, hacia mediados de la última década del siglo XIX, la brillante y prolongada andadura periodística de "Azorín", quien, convertido pronto en uno de los articulistas más leídos y considerados de todo el país, habría de publicar estos primeros trabajos periodísticos en medios tan radicales como los rotativos y revistas de clara adscripción republicana El País, El Progreso, Arte Joven, Revista Nueva y Juventud. Por aquel tiempo, el joven escritor alicantino hacía gala de un nihilismo existencial y unos postulados políticos radicales que le situaban muy cerca del anarquismo, ideología que no sólo defendió pública y brillantemente desde estas colaboraciones periodísticas, sino también a través de la traducción de algunos de los textos más extremistas de Kropotkin.

A pesar del éxito de estos artículos primerizos, la vida de José Martínez Ruiz en sus primeros años de residencia en Madrid estuvo plagada de dificultades y privaciones, motivadas a veces por la hostilidad que generaban sus escritos en los sectores más conservadores de la cultura española, y otras veces -paradójicamente- por la facilidad con que algunos de sus artículos pasaban inadvertidos. Para compensar esta inseguridad, "Azorín" siguió cultivando con asiduidad la crítica literaria y la traducción, al tiempo que iba pergeñando sus primeras obras de ficción, protagonizadas por un personaje cuyo nombre (Antonio Azorín) pronto habría de convertirse en el distintivo onomástico destinado a universalizar su obra.

Con la publicación, en el año 1900, de El alma castellana, José Martínez Ruiz inauguró su devoción literaria y espiritual hacia los paisajes del interior de la Península y hacia la idiosincrasia de las figuras culturales -principalmente, relacionadas con las Letras- que había dado esta tierra. Estas reflexiones, que intentaban sintetizar en "el alma castellana" lo más puro y representativo de la identidad nacional, cobraron un amplio enfoque regeneracionista a raíz de la depresión general en que incurrieron todas las capas de la sociedad española después del desastre colonial de 1898, enfoque regeneracionista que pronto pudo advertirse en las obras de otros dos jóvenes escritores de la época, los vascos Pío Baroja y Ramiro de Maeztu. Unidos ambos, por afinidad ideológica, al radical "Azorín", formaron el denominado "Grupo de los tres", del que más tarde saldría todo un colectivo generacional que en 1913 fue bautizado con fortuna por el propio escritor alicantino, desde las páginas del cotidiano madrileño ABC, como "Generación del 98". Conviene apuntar, al hilo de esta última referencia a la relación de "Azorín" con la prensa, que, en su fecunda y prolongada carrera periodística, el escritor de Monóvar pasó de publicar sus artículos exaltados e incendiarios en los citados medios radicales a estampar su firma en otros rotativos de menor extremismo y mayor difusión, como El Imparcial y, sobre todo, el mencionado ABC, con el que estuvo colaborando hasta el mismo año de su muerte. Además, publicó con cierta asiduidad en otras revistas nacionales como Alma Española y España, así como en diferentes medios de comunicación hispanoamericanos, entre los que cabe destacar el célebre rotativo de La Habana Diario de la Marina. También ejerció durante varios años como cronista parlamentario.

La evolución hacia posturas más conservadoras que fue experimentando en su ideología se hizo patente también en sus escritos literarios y periodísticos, así como en los hitos públicos y profesionales que fueron jalonando su dilatada existencia. Del anarquismo radical y el nihilismo existencialista que hundía sus raíces en Nietzsche y Schopenhauer, "Azorín" pasó a llevar una vida tranquila y sosegada, de escritor sereno, preciso y metódico, y a introducirse poco a poco en la política española conservadora. Entre 1907 y 1919 fue elegido diputado en cinco ocasiones diferentes, pero todas ellas desde las filas del conservadurismo militante. Sus funciones políticas al servicio de la Administración le llevaron también a ejercer algunos cargos, entre los que destaca el de subsecretario de Instrucción Pública. No obstante, esta progresiva tendencia hacia los postulados ideológicos de la derecha no se produjo sin ciertos vaivenes y altibajos que delataban, en unas ocasiones, una viva inquietud por la salud pública del país, y en otros momentos una manifiesta necesidad de arrimarse, de forma interesada, a quienes ostentaban el poder y garantizaban la seguridad. Así, en efecto, tras haber apoyado públicamente al ministro del gobierno conservador de Maura Juan de la Cierva(a quien defendió con ardoroso entusiasmo en la prensa, y dedicó un folleto y un libro), y tras haber proclamado luego su afinidad hacia la dictadura del general Primo de Rivera, "Azorín" se mostró -muy poco tiempo después- abiertamente partidario de la II República; entre 1936 y 1939, mientras España se debatía en una sangrienta contienda fratricida, quien tanto parecía preocuparse por el destino de su nación vivió cómodamente exiliado en París; y a su regreso a España, en 1939, se declaró nacionalista y se constituyó, a partir de entonces, en un punto de referencia obligado para los intelectuales conservadores. Instalado, nuevamente, en Madrid, continuó ejerciendo el periodismo a través de las páginas del rotativo ABC, en las que, en sus últimos años de vida, dejó constancia de su tardía fascinación por una nueva forma de expresión artística y creadora: el cine.

A pesar de que había desempeñado un papel fundamental en el desarrollo de la cultura y el pensamiento españoles durante la primera mitad del siglo XX (reconocido, en parte, ya en 1924, cuando fue elegido miembro de número de la Real Academia Española), "Azorín" vivió sus últimos años de vida apartado de los círculos literarios, absorto en sus largos paseos, en sus interminables lecturas y en sus frecuentes sesiones de cine. Entre los apoyos que mantuvo constantes a lo largo de casi toda su vida, resulta obligado recordar en esta apresurada semblanza bio-bibliográfica la figura de su mujer, Julia Guinda.

Los que lo conocieron en su juventud y plenitud adulta, describieron a "Azorín" como un hombre alto y grueso, de exquisita educación pero retraído y silencioso, como enfrascado siempre en una constante meditación. Viajero incansable por todos los rincones de España (aunque apenas se interesó por visitar otros lugares del extranjero), su carácter sereno y reflexivo se acentuó durante estos largos recorridos, de los que extrajo hondas anotaciones líricas que luego plasmó brillantemente en muchos de sus escritos. Ya en su vejez, conservaba todavía su erguida compostura, aunque la delgadez había borrado todos los rastros de su oronda figura juvenil; seguía mostrando, asimismo, esa elegante cortesía que le había caracterizado hasta en su época de mayor exaltación anarquista, pero ahora dulcificada aún más por los posos de bondad, moderación e ironía que las enseñanzas de la vida habían ido dejando a lo largo de su casi centenaria existencia.

Azorín. Palacios, ruinas. (Una hora de España).

Obra

Hombre dotado de una vasta formación humanística, "Azorín" irrumpió en el panorama cultural español con una colección de estudios literarios que, bajo el título de La crítica literaria en España (1893), puso de manifiesto no sólo sus extensos conocimientos acerca de las Letras hispánicas de todos los tiempos, sino también una extraordinaria capacidad para la observación sutil de los detalles literarios y biográficos más inadvertidos. A partir de esta opera prima, esta agudeza y sensibilidad críticas habrían de convertirse, en efecto, en una de las características más señaladas de su prosa analítica, en ocasiones tan lúcida y penetrante como la de los filólogos más reputados de su tiempo. Como ya se ha indicado anteriormente, esta primera entrega de la producción impresa azoriniana vino firmada por el pseudónimo volteriano de "Cándido", pronto sustituido por el de "Ahrimán", que le sirvió para presentar un nuevo libro titulado Buscapiés (1894).

Así pues, con poco más de veinte años de edad, José Martínez Ruiz ya contaba con dos publicaciones que le servían de tarjeta de presentación en el convulso panorama intelectual de la última década del siglo XIX. Inmerso, él mismo, en esta agitación ideológica propia del tiempo que le tocó vivir, sus lecturas y traducciones de los textos de Kropotkin le inspiraron, en 1895, un nuevo libro, Los anarquista literarios, obra que, sumada al contenido radical de los artículos azorinianos que por aquellos años comenzaban a aparecer en los rotativos más progresistas del país, contribuyó a fijar, durante esta etapa de exaltación juvenil, la imagen de un José Martínez Ruiz airado y extremista, si bien es cierto que pronto encauzado hacia ese anhelo de regeneración que se convirtió en una necesidad apremiante para los componentes de la que luego sería denominada "Generación del 98".

Aún no era uno del "Grupo de los tres" -que vino a concretarse como tal hacia 1901- cuando, en el último año del siglo XIX, dio a la imprenta su primera gran obra, El alma castellana (1600-1800) (1900), un valioso texto ensayístico que, plagado de valores literarios, anunció a los lectores de la época otra de las constantes que habrían de mantenerse a lo largo de toda su trayectoria intelectual y artística: su devoción por Castilla, por sus gentes, por su idiosincrasia y por sus escritores clásicos, aquellos que, como Garcilaso de la Vega, el anónimo autor del Lazarillo o Miguel de Cervantes, habían contribuido a forjar una identidad nacional que, tras la crisis del 98, era necesario reconstruir. Este empeño por recuperar el legado de los clásicos (y por resucitar, a veces, su pensamiento o sus propias figuras, convertidas en personajes literarios o en sujetos pacientes de la disección ensayística) volvió a quedar patente un año después, cuando José Martínez Ruiz presentó su primera pieza teatral, una tragicomedia titulada La fuerza del amor (1901).

Del estudio de la realidad de Castilla a través de su legado clásico, "Azorín" pasó, de inmediato, a indagar acerca de la realidad de la España contemporánea por vía de la contemplación de sus paisajes naturales y urbanos, y del análisis de los personajes que a la sazón los poblaban. Surgió, así, otro de los temas principales de la obra azoriniana (y el tema fundamental de toda la "Generación del 98"): la España actual y la regeneración española, la emoción que transmitía su contemplación y, a la vez, la tristeza que provocaba su actual estado de postración y abatimiento. Apareció, entonces, en las librerías la primera novela del escritor alicantino, La voluntad (1902), un texto elaborado a partir de hondas reminiscencias autobiográficas, que se convirtió en la entrega inicial de una trilogía narrativa completada, poco después, con las novelas Antonio Azorín y (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904). Se trata de tres piezas plenamente representativas del espíritu generacional, en las que el desánimo se hace patente a cada paso, sin que el afán regeneracionista de algunos personajes logre triunfar de forma fehaciente por encima del desaliento y el rechazo generalizado contra un racionalismo mal aplicado que, según los autores del 98, había acabado con la auténtica idiosincrasia del pueblo español. Son obras, pues, de fuertes tensiones y contradicciones ideológicas, en las que se pone de manifiesto la enconada pugna entre el deseo de regenerar el país y, por otra parte, la necesidad de preservar su carácter. Lógicamente, estas tensiones dan lugar, en el plano formal, a largas tiradas reflexivas que, sumadas a la abundancia y extensión de los momentos descriptivos, van en detrimento de la acción narrativa y difuminan, por tanto, la condición de personajes novelescos que deberían tener sus protagonistas. Son, en cierto modo, tres novelas fallidas; pero, a la vez, tres extraordinarios ejercicios reflexivos y creativos que atestiguan la existencia de un género híbrido entre el ensayo y la narración.

Los mencionados ecos autobiográficos que conforman buena parte del material narrativo de esta trilogía animaron definitivamente a José Martínez Ruiz a vincular su propia identidad a la de su protagonista Antonio Azorín, por lo que, a partir de 1905, el escritor levantino comenzó a ser "oficiosamente" Azorín. Este pseudónimo, en efecto, apareció en la portada de su libro titulado Los pueblos (1905), una nueva reflexión, animada por las sensaciones contradictorias de dolor y ternura, acerca de las tierras de España. Estas meditaciones y emociones surgidas de la contemplación del paisaje y sus gentes iban reafirmándole cada vez más en su creencia de que sólo la fe permite recuperar el optimismo, lo que a su vez contribuía a sumirle en una amarga renuncia, ya que se confesaba carente de esta virtud teologal.

Tal vez fuera este desencanto lo que le empujó a probar suerte en el terreno de la política, al que permaneció activamente ligado durante más de un decenio (1907-1919). Durante estos años, Azorín publicó algún volumen centrado en dicha materia, como el titulado Parlamentarismo español (1916); pero, sobre todo, se volcó en sus ensayos sobre temas y paisajes representativos de España, y en sus brillantes estudios acerca de los autores clásicos de las Letras hispánicas. Al grupo de los textos ensayísticos pertenecen obras tan celebradas por la crítica y los lectores de su tiempo como España (1909), Castilla (1912), Un pueblecito: Riofrío de Ávila (1916), El paisaje de España, visto por los españoles (1917) y Una hora de España (1924); al género de los estudios literarios, cada vez más perfilado en él como una manifestación sui generis de la denominada "crítica impresionista", quedan adscritos algunos títulos tan significativos para la elucidación de la literatura española de todos los tiempos como La ruta de don Quijote (1905), Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1914), Al margen de los clásicos (1915), El licenciado Vidriera (1916, publicado después bajo el título de Tomás Rueda), y Rivas y Larra (1916).

En las novelas-reflexivas de su etapa anterior (y, muy señaladamente, en La Voluntad, que tal vez sea, junto con Doña Inés, su obra de ficción más conocida), "Azorín" se había servido de una mezcla entre elementos autobiográficos y tintes regionalistas para presentar una serie de personajes desvalidos y desvitalizados, en paradójico contraste con un paisaje humanizado que parecía tener más vida que sus fracasados pobladores. A raíz de la publicación, en 1905, de La ruta de don Quijote (1905), parece abrirse una nueva etapa en la producción literaria de José Martínez Ruiz, caracterizada por la reducción a un segundo plano de los componentes ideológicos, en beneficio de la descripción minuciosa de lo ínfimo, del detalle aparentemente menor, pero cargado de hondas sugerencias tanto en la contemplación paisajística como en la lectura de los textos literarios.

Entre una y otra etapa -sin que, aparentemente, guarde ninguna relación con el tránsito de la primera a la segunda-, resulta obligado recordar la anécdota de la polémica surgida a raíz de la concesión del premio Nobel de Literatura al dramaturgo madrileño José Echegaray, que provocó la airada protesta de los jóvenes componentes de la "Generación del 98", y muy especialmente la del propio "Azorín", Pío Baroja y el poeta sevillano Antonio Machado, considerado a partir de entonces como la voz lírica del grupo generacional. Frente al espíritu renovador de estos autores, la obra de Echegaray y sus contemporáneos representaba los valores morales y estéticos de la España que había sucumbido con el desastre del 98; además, según estos nuevos escritores, en el caso concreto de Echegaray se daban los agravantes de que sus piezas teatrales se distinguían por la escasez de ideas originales y la pésima calidad de su expresión lingüística. A todo ello hay que añadir, para dejar un reflejo fidedigno del nivel que alcanzó esta polémica, que, según informaciones de probada veracidad, la Academia Sueca hubiera preferido galardonar al dramaturgo Ángel Guimerá, natural de Santa Cruz de Tenerife, pero autor de una obra escrita en lengua catalana (había sido, de hecho, el principal renovador del teatro catalán durante la Renaixença). Al parecer, las presiones de las autoridades políticas españolas forzaron a los académicos suecos a conceder el premio a un escritor que se expresara en castellano, por lo que éstos optaron por otorgar el ya prestigioso galardón a Echegaray, y hacer que lo compartiera con el poeta provenzal Frédéric Mistral. Lógicamente, los rumores que revelaban por los mentideros literarios estos pormenores relativos a la concesión del premio Nobel encresparon aún más los ánimos de los jóvenes autores de la "Generación del 98", quienes en un principio sólo se mostraban contrarios a Echegaray por razones estéticas e ideológicas; y hasta tal punto creció la polémica en el panorama literario español de comienzos del siglo XX, que puede afirmarse que esta decisión de la Academia Sueca fue, junto con el famoso desastre del 98, uno de los elementos aglutinantes de mayor peso específico en la forja de este colectivo de escritores como grupo generacional.

Tras la publicación de otras obras de menor repercusión que las citadas en párrafos anteriores (como Fantasías y devaneos, Los dos Luises y otros ensayos y De Granada a Castelar), "Azorín" regresó al cultivo de la novela con Don Juan (1925) y Doña Inés (1925), dos obras que apenas aportaban novedades respecto a las técnicas narrativas -o, mejor dicho, dudosamente narrativas- que empleara el autor alicantino veinte años atrás.

Una nueva etapa en la producción literaria de "Azorín" -marcada, en opinión de una parte de la crítica especializada, por un cierto agotamiento de las fórmulas estéticas que venía cultivando con tanta asiduidad- se abrió a finales de los años veinte, cuando el escritor de Monóvar intentó aplicar a sus obras de creación los postulados renovadores de la Vanguardia, con especial atención a las innovaciones formales y temáticas del Surrealismo. Aparecieron, entonces, en los anaqueles de las librerías las que el propio autor catalogó como sus "Nuevas Obras", que en el fondo sólo obedecían a esa corriente estética e ideológica (de proyección europea y, tal vez, universal) que Ortega y Gasset bautizó como "deshumanización del arte". Félix Vargas (de 1928, luego publicada bajo el título de El caballero inactual), Blanco en azul (1928), Superrealismo (de 1929, aparecida más tarde como El libro de Levante) y Pueblo (1930) son algunas de estas "nuevas obras" azorinianas, en las que el autor intentó explicar y asimilar dichas innovaciones vanguardistas, en un ejercicio de aplicación innecesaria a su trabajo, ya que los resultados no vinieron sino a reforzar su innata tendencia a mezclar realidad con ficción, descripción con ensoñación, y tiempo pasado con tiempo presente.

Durante aquel segundo lustro de la década de los veinte, "Azorín" se entregó también con fruición al cultivo del género dramático, al que aportó una serie de obras de indudable interés, aunque escasamente representadas en los escenarios españoles de la época. Entre sus piezas teatrales más celebradas, conviene recordar aquí las tituladas Judit (1926), Old Spain! (1926), Angelita (1930) y Cervantes o La casa encantada (1931). Otras obras suyas de cierto interés son las tres piezas que componen la trilogía teatral titulada Lo invisible (La arañita en el espejo, El segador y Doctor Death, de 3 a 5), así como otras obras menores como Brandy, mucho brandy; Comedia del Arte; El clamor (escrita en colaboración con el dramaturgo gaditano Pedro Muñoz Seca); y La guerrilla.

El estallido de la Guerra Civil puso fin a este período de dudas y vacilaciones en la producción literaria de "Azorín", en parte debido a que apenas escribió ni publicó texto alguno durante su permanencia en suelo francés. A su regreso a España, retomó con decisión las fórmulas estilísticas que le habían granjeado tantos aplausos entre críticos y lectores; unas fórmulas que, sin romper radicalmente con la estética tradicional, llevaban implícito, avant la lettre, ese germen innovador de muchos de los postulados que luego habrían de abanderar los vanguardistas (como se aprecia con nitidez, v. gr., en su novedosa propuesta de anular las rígidas fronteras que tradicionalmente separaban la ficción narrativa, la reflexión filosófica y la contemplación lírica). Para inaugurar, pues, este retorno a su antiguo estilo, "Azorín" recurrió a la elaboración y publicación de sus memorias, un género en el que no resulta áspero admitir el relato de hechos adobado de las reflexiones que estos acontecimientos suscitan en la voz narradora. Impresos -estos recuerdos e impresiones de su vida- en dos volúmenes que aparecieron separado entre sí por espacio de un lustro (Madrid y Valencia, de 1941; y Memorias inmemoriales, de 1946), hubo lugar y ocasión entre uno y otro para que el autor alicantino volviera a hacer gala de su proverbial fecundidad literaria, manifiesta en la publicación de las novelas El escritor (1941), Capricho (1942), El enfermo (1943), María Fontán (1943), Salvadora de Olbena (1944) y La isla sin aurora (1944).

A pesar del escaso interés que despertó la aparición de estas novelas de "Azorín" posteriores a la Guerra Civil, conviene dejar constancia aquí de un hecho que, contemplado desde la adecuada perspectiva que proporciona el transcurrir del tiempo, pone de relieve la paradójica evolución de la literatura española inmediatamente posterior a la contienda fratricida. Y es que, en efecto, mientras "Azorín" y algunos otros autores consagrados de la primera mitad del siglo XX siguen postulando un cierto distanciamiento "deshumanizado" -valga la expresión de Ortega"- entre realidad y ficción (o, cuando menos, una voluntaria confusión de tiempos y géneros que mantiene anacrónicamente vivo el afán innovador de la Vanguardia), la nueva narrativa de esta época vuelve los ojos hacia los temas y modelos formales propios de la novela decimonónica, con singular predilección por la práctica de un realismo social que, como era de esperar, relega a la categoría de "residuo del pasado" cualquier otro intento de expresión narrativa (y, de forma muy clara, la prosa de ficción que sigue cultivando "Azorín"). De ahí el relativo fracaso de estas últimas creaciones novelescas del autor alicantino, quien, por lo demás, siguió cultivando con brillantez y entusiasmo ese género ensayístico que tantos elogios le había granjeado.

Publicó, en efecto, a mediados de los años cuarenta las impresiones y experiencias que más le habían marcado durante su prolongado período de residencia en la capital gala (París, de 1945), y dio a la imprenta otros frutos de su análisis constante de la cultura española tan sazonados como Los clásicos redivivos. Los clásicos futuros (1945), Ante Baroja (1946), Escena y sala (1947), Ante las candilejas (1947), El cine y el momento (1953) y España clara (1966). Aunque es difícil ofrecer, en una semblanza bio-bibliográfica de esta naturaleza, la relación exhaustiva de todos los títulos publicados por el escritor de Monóvar, siquiera a vuela pluma cabe recordar también algunas obras suyas de enorme interés publicadas cuando ya había rebasado los setenta años de edad, como Españoles en París; Cavilar y contar; Con permiso de los cervantistas; Con Cervantes; Con bandera de Francia; El cine y el momento; Pasos quedos; Agenda; Ejercicios de castellano; etc.

Entre las principales vertientes temáticas por las que discurre el abundante caudal de la obra azoriniana, cabe señalar, antes que nada, su recurrente acercamiento a los clásicos, en un intento loable de despojarlos de la gravedad plomiza con que los había revestido la crítica tradicional para ponerlos a la misma altura del lector del siglo XX. De ahí esa constante preocupación por situar estas figuras remotas en unos paisajes cercanos y bien conocidos, en un presente espacial en el que "Azorín" -y éste es uno de los mayores logros de su indudable maestría- ha logrado la áspera dificultad de conservar intacto su pasado temporal. Algunos de los autores universales de las Letras españolas (sin ir más lejos, el propio Cervantes) "resucitaron" en la pluma de "Azorín" para escapar del reducto de la erudición académica e integrarse plenamente en el acervo cultural de los pobladores de esas pequeñas localidades españolas que infatigablemente recorrió José Martínez Ruiz; pero, al mismo tiempo, otras figuras menores de la cultura clásica española cobraron, merced a la enorme divulgación de sus ensayos, una nueva dimensión entre las gentes que, por compartir con ellos un espacio geográfico o unas inquietudes seculares, empezaron a considerarlas como una parte sustancial de esa identidad colectiva a la que pertenecían. En este sentido, puede afirmarse que "Azorín" fue uno de los principales responsables de la resurrección de los clásicos en el siglo XX, tanto en los grupos elitistas de cultura como en las capas populares del espectro social.

Algo parecido logró -en colaboración, ahora, con casi todos los componentes de su grupo generacional- con la integración definitiva del paisaje en la literatura española contemporánea, pero no como una mera modalidad temática del registro descriptivo, sino como uno de los constituyentes básicos del acto de creación literaria. Se ha hecho especial énfasis, como un rasgo que define a todos los autores de la Generación del 98, en la importancia concedida al paisaje castellano; pero, en el caso de "Azorín", no pueden olvidarse sus acercamientos a los lugares levantinos de su infancia, ni, en general, cualquiera de sus aproximaciones líricas y emotivas a otros puntos de la geografía española (como, por citar sólo un ejemplo entre centenares de ellos, al pueblo gaditano de Arcos de la Frontera, que le pareció el más bello de toda Andalucía). Desde una perspectiva entrañable que, aunque comparte unos postulados estéticos e ideológicos con otros autores como Machado, Ortega y Unamuno, se singulariza en su particular sistema de referencias, preferencias, emociones y ternuras, "Azorín" selecciona individualmente los ingredientes del paisaje geográfico y humano que le parecen más relevantes, y configura con ellos un retrato literario de un territorio (Castilla, por ejemplo) que, ante los ojos del lector -como ocurría con su tratamiento de los clásicos-, aparece más próximo y real, más íntimo y cercano que -por seguir con el ejemplo paradigmático- la Castilla geográfica y política de los aburridos mapas escolares y las artificiales divisiones administrativas.

Cabría recordar aquí, con Ortega, esa maestría azoriniana en la captación del "detalle sugestivo", esa predilección por "los primores de lo vulgar", esa morosa complacencia en lo aparentemente ínfimo o injustamente tachado de banal, como manifestaciones palpables no sólo de la aguda sensibilidad del escritor, sino también de su firme rechazo de las herramientas utilizadas hasta entonces por la retórica tradicional para la mera reproducción descriptiva del paisaje. Pero hay, además de todo eso, una "humanización" del paisaje muy poco orteguiana; una animación y espiritualización paisajística que entronca, como ya se ha apuntado más arriba, con esa revitalización y "resurrección" de los clásicos, y que en el fondo, desde dos opciones temáticas bien definidas, no es más que el reflejo del gran tema de toda la producción literaria azoriniana: la preocupación por España y la identidad nacional española después del desastre del 98, ya sea a través de la contemplación "humanizada" de su paisaje, ya sea por vía de la recuperación y actualización de las figuras señeras de su esplendor clásico.

La compleja aportación, pues, de algunos de los autores del 98, con "Azorín" a la cabeza, pasa por un diagnóstico exacto de la miseria, el retraso y el abatimiento en que se halla postrada la España actual, pero desde un enfoque plagado de comprensión y ternura. El pesimismo, la rabia y el dolor que se derivan de esta contemplación analítica de la España de finales del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria no son razones suficientes para dejar de indagar en la auténtica identidad nacional, en el encanto y la pureza de muchos valores que la idiosincrasia española ha sabido conservar en medio del desastre colonial, la ruina económica y el atraso intelectual y artístico.

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  • VALVERDE, José María: Azorín. Barcelona: Planeta, 1971.

Autor

  • JR / AGM