Isabel I Tudor, Reina de Inglaterra (1533-1603).
Reina de Inglaterra, nacida en el palacio de Greenwich (Londres) el 6 de septiembre de 1533 y muerta en Richmond (Surrey, Inglaterra) en 1603. Hija de Enrique VIII y de su segunda esposa, Ana Bolena, Isabel ocupó el tercer lugar en la línea de sucesión al trono. Se convirtió en reina en 1558, tras los breves reinados de sus hermanos Eduardo VI y María I Tudor. La ejecución de su madre por orden de Enrique VIII planteó el problema de la legitimidad de Isabel, que apenas contaba tres años. La niña fue, junto con su hermana María, declarada ilegítima por su padre e inhabilitada para ostentar la corona de Inglaterra. En 1544 un estatuto del Parlamento le restituyó sus derechos sucesorios y, en sus postreras disposiciones testamentarias, Enrique VIII aceptó su legitimidad.
Alejada de la corte tras la ejecución de Ana Bolena, Isabel pasó la mayor parte de su infancia en Hatfield House en Hertforshire, retirada de la corte por orden de Enrique VIII. Tuvo una infancia triste, aislada y sometida a los tejemanejes de las intrigas políticas y religiosas que a su alrededor se tejían contra sus hermanos Eduardo VI y María I. Sus madrastras Ana de Cleves y Catherine Parr la trataron con consideración y cariño. Catherine Parr intentó devolver a Isabel a la corte, lo que no consintió Enrique VIII.
Isabel se entregó al estudio con devoción. Formada en las disciplinas humanísticas, hablaba y escribía francés, italiano y español, y conocía el latín y el griego. La extrema prudencia que demostró desde su más temprana juventud le hicieron apartarse de complots que podrían haberle costado la vida. El más importante de éstos fue el de lord Seymour, durante el reinado de Eduardo VI. Seymour estaba casado con la viuda de Enrique VIII, Catherine Parr, en cuya casa Isabel encontró protección después de la muerte de su padre. Muerta su esposa, Seymour fue acusado de proyectar casarse con Isabel para derrocar al rey, y fue ejecutado en 1548. En un primer momento Isabel fue sospechosa de participar en los proyectos Seymour, pero se demostró su inocencia y se la permitió vivir en paz durante el resto del breve reinado de Eduardo VI.
A la muerte de Eduardo VI, Isabel defendió la causa de su hermana María Tudor frente a las pretensiones de lady Jane Grey y del duque de Northumberland. Sin embargo su defensa de la causa protestante levantó los recelos de la católica María una vez que ésta fue coronada. Isabel tuvo que fingir su conversión al catolicismo, lo que no evitó que se convirtiera en la esperanza de todos aquellos que temían la reacción papista de María. En 1554 Isabel se vio involucrada en el complot de Thomas Wyatt. Encerrada en la Torre de Londres, pudo probar su inocencia pero fue nuevamente alejada de la corte para evitar que se tejieran nuevas conjuras a su alrededor. Su posición en la línea de sucesión, que la señalaba como heredera de María I, y su contacto con la causa protestante la convirtieron en una continua amenaza para su hermana, a la sazón casada con Felipe II de España. Únicamente su discreción e inteligencia, y esa capacidad suya, como ella misma decía, de dar “una respuesta sin respuesta”, le permitieron salir indemne de estos años
Isabel subió al trono a la muerte, el 17 de noviembre de 1558, de su hermana María Tudor, cuando contaba veinticinco años de edad. Tras el reinado de la católica María, que produjo la restauración sangrienta e infructuosa del cristianismo romano, la ascensión al trono de Isabel fue saludada con alivio por el pueblo. La nueva reina había sido educada en el anglicanismo, al que era fiel más por conveniencia política que por convicción religiosa: su gusto por la pompa le hizo profesar siempre una admiración confesa hacia el culto católico. La expectación inicial que había despertado su coronación se convirtió pronto en una lealtad popular que hizo posible su permanencia en el trono, pese a las dudas que sobre la legitimidad de su nacimiento esgrimían sus enemigos. Isabel sujetó firmemente las riendas del poder, demostrando desde el inicio de su reinado una visión política de objetivos claros y gran astucia para los asuntos de Estado.
La restauración del anglicanismo
El principal objetivo de Isabel I al sentarse en el trono fue poner orden en la cuestión religiosa que venía sacudiendo el país desde tiempos de Enrique VIII. Su estrategia en este sentido consistió en el restablecimiento del anglicanismo como religión oficial.
A pesar de haber sido coronada según el rito romano, Isabel pronto evidenció su voluntad de continuar la política eclesiástica de su padre. En ello se dejó guiar por consideraciones puramente políticas: la reina deseaba ejercer la autoridad eclesiástica suprema, lo que al mismo tiempo la oponía a católicos y calvinistas. Actuando con gran prudencia, promulgó en 1559 el Acta de Supremacía que puso nuevamente en vigor las leyes religiosas de Enrique VIII y Eduardo VI, abolidas en tiempos de María Tudor.
El edicto de 1559, aunque reforzaba el protestantismo y declaraba la celebración de la misa ilegal, era excepcionalmente tolerante con la población católica. Los católicos quedaron en principio exentos de la asistencia obligatoria a la iglesia parroquial a cambio del pago de una moderada contribución, y la celebración privada de su culto no fue perseguida excepto en los casos en que se sospechara traición a la monarquía. El Acta de Uniformidad, votada ese mismo año por el Parlamento, restableció el Libro de la Plegaria Común de Eduardo VI eliminando las fórmulas que pudieran resultar más ofensivas para los católicos. Los obispos católicos nombrados durante el reinado de María I protestaron e Isabel respondió deponiéndolos a todos, quedando así renovada por completo la alta jerarquía eclesiástica del reino. Sin embargo, Isabel se cuidó de no verse superada por el fanatismo protestante. En 1563, cuando el Parlamento adoptó la profesión de fe de los Treinta y Nueve Artículos que rechazaba la transubstanciación y sólo admitía dos sacramentos, la reina decretó al mismo tiempo el mantenimiento de la jerarquía y la liturgia católicas.
En 1570 el compromiso religioso, que se había hecho soportable para la mayoría de la población católica, fue bruscamente roto por el interdicto lanzado por el papa Pío V sobre “Isabel, la presunta reina de Inglaterra”. La bula de excomunión desligaba a todos sus súbditos de su lealtad a la reina. De esta forma los católicos fueron, más por efecto de la bula papal que por efecto de la represión regia, convertidos en potenciales traidores. Se recrudecieron las medidas legales contra los católicos en correlación con el aumento de la intransigencia católica en el continente, que alcanzaron su cenit cuando, a partir de 1580 los misioneros jesuitas, enviados subrepticiamente por España para alentar la rebelión católica, fueron expulsados de Inglaterra o entregados al verdugo.
Isabel tuvo que hacer frente a una doble oposición: la de los católicos, que se consideraron desligados de su deber de lealtad tras la excomunión de 1570 y que pusieron sus esperanzas en la católica reina de Escocia, María Estuardo, y la de los calvinistas presbiterianos, que rechazaban la jerarquía episcopal y cualquier vestigio de catolicismo dentro de la Iglesia reformada. Isabel recrudeció las medidas represivas contra la disidencia religiosa. La celebración de la misa católica fue prohibida por completo, así como los sínodos presbiterianos de los calvinistas, que ya por entonces comenzaban a conocerse como puritanos. En 1595 se hizo obligatoria, bajo pena de prisión, la asistencia al culto anglicano. Sin embargo, hubo muchas menos ejecuciones por motivos religiosos durante los veintiocho años del reinado isabelino que durante los cinco en que María Tudor se sentó en el trono. La obra religiosa de Isabel fue duradera: dio al anglicanismo su carácter definitivo y emprendió el camino hacia la convivencia de las distintas sectas religiosas.
Dentro de este contexto hay que considerar el problema planteado por la presencia en Inglaterra de María Estuardo, la católica reina de Escocia y viuda de Francisco II de Francia, convertida en el centro de las conspiraciones católicas.
Isabel y María Estuardo
María Estuardo, heredera del reino de Escocia, era también, por ser hija de la hermana de Enrique VIII, presunta heredera del trono inglés. Aquellos que consideraban ilegal el matrimonio entre Ana Bolena y Enrique VIII, cuestionaban asimismo la legitimidad del nacimiento de Isabel y sus derechos al trono y contemplaban a María como potencial reina de Inglaterra. En 1561 María había regresado como reina a Escocia tras la muerte de su esposo. Desde entonces no cejó en su empeño de reunir bajo su cetro los reinos de Escocia e Inglaterra. Para ello pensaba contar con el apoyo de los disidentes católicos ingleses.
En 1568 María Estuardo fue expulsada de Escocia por una rebelión general y tuvo que refugiarse en Inglaterra, en cuya corte Isabel la acogió de buen grado con el fin de mantenerla bajo su control. Para Isabel era demasiado arriesgado dejarla marchar al continente, donde sin duda buscaría el apoyo de Francia o España en su reivindicación del trono inglés. María fue obsequiada con un honorable confinamiento, lo que no impidió que se convirtiera en el centro de las intrigas político-religiosas contra la reina. En 1569-1570 se produjo la llamada “rebelión de los condes”, que tuvo un doble carácter religioso y político: se restableció el catolicismo en los territorios sublevados y se pretendió obligar a Isabel a declarar a María como su sucesora en el trono. La cruenta represión de esta conjuración significó la eliminación de las grandes dinastías condales del norte de Inglaterra. María Estuardo se vio implicada en otros tres importantes complots que incluían el asesinato de Isabel: el de Ridolfi de 1571, el del francés duque de Guisa de 1582 y el de Babington de 1586.
El Parlamento presionó a Isabel para que ordenara la ejecución de María, ante el temor de que pudiera llegar a un sólido entendimiento con los españoles. La declaración papal de 1580 que aseguraba que no sería un pecado eliminar a Isabel y el asesinato en 1584 de Guillermo I el Silencioso, organizador de la resistencia alemana contra los españoles, hizo temer el éxito de las intrigas contra Isabel. En 1585 el Parlamento aprobó la Ley de Preservación de la Seguridad de la Reina que condenaba a muerte a toda aquella persona implicada en el eventual regicidio o a quien éste beneficiara directamente. Isabel introdujo una enmienda en el texto de la ley, por la cual los herederos de los implicados de condición regia, sólo podrían ser excluidos de la sucesión al trono de Inglaterra en caso de que fuera probada en juicio su propia implicación en la conjuración. Esta enmienda hizo posible que, a la muerte de Isabel, el hijo de María Estuardo, Jacobo VI de Escocia, se convirtiera en rey de Inglaterra.
Un año después de la aprobación de la Ley de Seguridad, María Estuardo fue sometida a juicio y hallada culpable de atentar contra la vida de Isabel. Durante tres meses la reina demoró la corroboración de la sentencia de muerte a pesar de la presión de sus consejeros y del Parlamento. Finalmente María fue ejecutada en febrero de 1587.
El matrimonio de la reina
Desde la ascensión al trono de Isabel I se planteó la cuestión de su matrimonio con el fin de evitar nuevos problemas sucesorios. La boda de la reina suscitaba gran preocupación en el Parlamento, ya que de ella podían depender las alianzas internacionales de Inglaterra en el momento en que la hegemonía española en Europa mantenía al continente en perpetuo estado de guerra. Isabel expresó su voluntad de contraer matrimonio y durante buena parte de su reinado jugó hábilmente con las numerosas propuestas que le llegaron de las principales potencias europeas. De los 16 a los 56 años se sucedieron múltiples proyectos matrimoniales. Eric de Suecia, Enrique IIIy Enrique IV de Francia, el archiduque Carlos de Austria y el duque de Alençon, fueron algunos de los pretendientes de la reina. Isabel nunca llegó a casarse y esta inaudita excepción perturbó ya desde su reinado a cronistas e historiadores. A menudo se la llama todavía la Reina Virgen, subrayando mendazmente una castidad de raíz religiosa en la que la reina nunca puso sus desvelos.
En efecto, Isabel mantuvo relaciones amorosas con diversos hombres de su corte: sir Christopher Hatton, lord canciller entre 1587 y 1591; sir Walter Raleigh, cortesano cumplido, aventurero e historiador y, sobre todo, lord Robert Dudley, a quien otorgó el título de duque de Leicester en 1564. Su relación con Dudley sobrevivió al matrimonio secreto de éste con la prima de Isabel, Lettice Knollys, condesa viuda de Essex, en 1579. La noticia de su muerte en 1588 causó tal dolor a la reina que se encerró sola en sus habitaciones durante tan largo tiempo que, finalmente, lord Burghley, Tesorero Mayor y uno de sus más fieles servidores, se vio obligado a derribar la puerta.
La tardanza en contraer matrimonio y las continuas evasivas de la reina hicieron correr por todas las cortes europeas rumores sobre una desaforada concupiscencia que le hacía parir bastardos a troche y moche o acerca de un misterioso defecto físico que le impedía la unión sexual. En 1579, en el transcurso de las negociaciones de matrimonio con el duque de Alençon, hermano del rey de Francia, lord Burghley escribió a su pretendiente: “Su Majestad...no sufre enfermedad alguna, ni tara de sus facultades físicas en aquellas partes que sirven propiamente a la procreación de los hijos”.
El hecho insólito de que Isabel permaneciera soltera puede atribuirse con mayor certeza a la inveterada independencia de la reina y a las secuelas anímicas que, siendo una niña, sin duda le produjeron las brutales y arbitrarias ejecuciones de su madre, Ana Bolena, y de su madrastra, Catherine Howard, por orden de Enrique VIII. En agosto de 1566 Dudley escribió al embajador francés que él, que conocía a Isabel desde que era una niña, ya entonces le había oído asegurar que nunca se casaría. Se ha interpretado también que Isabel deseaba casar con Dudley, pero que la impopularidad de éste y la sospechosa muerte de su primera esposa, hacían poco recomendable la unión. Sin embargo en 1566 el Parlamento, ante la tardanza del matrimonio de Isabel, pidió a ésta que se casara autorizándola a hacerlo con quien ella quisiera. Pero tampoco entonces se decidió la reina.
Aparte de sus indudables motivaciones personales, hubo también poderosas razones políticas que animaron a Isabel a permanecer soltera o, mejor dicho, a jugar indefinidamente con su posible boda. Las negociaciones matrimoniales fueron un recurso esencial de la política exterior isabelina, encaminada a evitar la caída de su reino en la órbita de las potencias continentales: España y Francia. Su matrimonio con un príncipe de las dinastías española o francesa habría sin duda significado la relegación de Inglaterra al plano de los comparsas en la política europea. Las negociaciones con el duque de Alençon, hermano de Enrique III de Francia y uno de sus más pertinaces pretendientes, fueron, por ejemplo, una baza para garantizar los intereses ingleses en los Países Bajos españoles.
Las relaciones con España
En las relaciones entre Inglaterra y España primaron, por encima de la cuestión religiosa o de la competencia comercial en el Atlántico, la tradicional alianza dinástica frente a Francia y los mutuos intereses económicos en los Países Bajos. Desde el principio del reinado isabelino, Felipe II de España se había visto obligado a apoyar a Isabel I, a pesar de que ésta mostró pronto su intención de defender la causa protestante, y a apoyar su candidatura al trono inglés, puesto que la otra candidata, María Estuardo, aunque católica, era también reina de Escocia y de Francia. Su ascensión al trono inglés hubiera supuesto la alianza de las coronas inglesa y francesa, lo que resultaba inadmisible para el español.
Felipe II, viudo de María Tudor, propuso matrimonio a Isabel en 1559. La unión resultaba ventajosa para ambos: para Isabel, porque obstaculizaba las pretensiones de María Estuardo al trono inglés; para el soberano español, porque evitaba la reunión en la persona de la Estuardo de las coronas de Escocia, Inglaterra y Francia. Felipe II deseaba ver instalada en el trono de Inglaterra a su hija Isabel Clara Eugenia y apartar a Inglaterra de la influencia de Francia. A pesar de los intereses en juego, la repugnancia de Isabel hacia el matrimonio y el temor a caer en la órbita española, hicieron a la soberana rechazar el ofrecimiento, no sin antes haber jugado con esta posibilidad para aprovechar en su favor la tradicional rivalidad hispano-francesa.
Isabel apoyó la causa protestante allí donde ésta se hallaba amenazada, sin que estuviera en su ánimo el convertirse en una nueva campeona de la reforma, al tiempo que procuraba mantener relaciones amistosas con las potencias católicas. Durante la Guerras de Religión francesas prestó ayuda a los hugonotes, en una forma de provocación a la monarquía hispánica, que apoyaba la causa católica. Sin embargo, el enfrentamiento con España se debió mucho más a razones políticas y económicas que a cuestiones religiosas.
Desde el inicio del reinado se mantuvo una situación de sorda tensión entre Inglaterra y España, sin que ninguno de los contendientes considerara oportuno declarar abiertamente la conflagración hasta muchos años después. El enfrentamiento entre España e Inglaterra se hizo de todas formas inevitable ante las pretensiones inglesas de romper el monopolio comercial español en América. Las acciones de los marinos ingleses en el Atlántico, alentadas por la reina, se hicieron progresivamente más violentas desde la década de los setenta. En 1571 el corsario Francis Drake inició una imparable sucesión de actos de piratería en el Caribe que pronto se extendió al resto del litoral atlántico americano. Su vuelta al mundo entre 1577 y 1580 fue saludada en la corte isabelina con gran entusiasmo.
Pero los más graves conflictos entre la Inglaterra de Isabel I y la España de Felipe II surgieron a raíz de la sublevación de los Países Bajos contra la autoridad española. La ocupación de Flandes por el ejército español desde 1567 despertó la alarma de Isabel I, que vio como al otro lado del canal de la Mancha España aposentaba una nutrida fuerza militar. Por otra parte, los intereses del comercio inglés en la zona impulsaron a Isabel a apoyar económicamente la rebelión de las Provincias Unidas desde 1577. La primera ruptura hispano-inglesa se produjo en 1568, cuando Isabel incautó el dinero genovés destinado a pagar a los tercios de Flandes que viajaba en navíos españoles arribados a costas inglesas. Este incidente provocó la ruptura de las relaciones comerciales entre ambas monarquías. En 1572 Isabel firmó el tratado de Blois con Carlos IX de Francia por el que ambos soberanos establecieron una alianza defensiva contra España. Este acuerdo fue bruscamente roto por la matanza de hugonotes de la Noche de San Bartolomé en 1572. En el Tratado de Bristol de 1574 Isabel restableció las relaciones con España, a pesar del precario equilibrio de sus relaciones en lo que atañía a los Países Bajos.
A pesar del acuerdo de Blois, Isabel nunca había abandonado la alianza con España y en 1572 hizo un gesto de acercamiento expulsando a los corsarios holandeses que se habían refugiado en las costas inglesas. Sin embargo, los éxitos internacionales de Felipe II preocupaban a Isabel, que temía que la monarquía española resucitase su viejo proyecto de invadir Inglaterra. Por ello Isabel se decidió a intervenir directamente en el conflicto con los Países Bajos y en el Tratado de Nonsuch de 1585 prometió ayuda militar a las Provincias Unidas a cambio de que éstas permitieran la instalación de guarniciones inglesas en los puertos de La Briel y Flesinga, desde los que los españoles podían intentar una invasión marítima de la isla. Al tiempo que la reina enviaba efectivos militares a Flandes, Drake era autorizado para lanzar una violenta ofensiva en el Caribe y las costas atlánticas de la Península Ibérica.
Desde entonces el enfrentamiento entre Inglaterra y España se agravó incesantemente. Los ingleses intervenían en la rebelión de los Países Bajos, mientras que Felipe II apoyaba a los rebeldes irlandeses y alentaba conspiraciones cortesanas contra Isabel. En 1583 el embajador español en Londres participó, junto con los Guisa, en una conjuración que pretendía eliminar a Isabel y sentar en el trono a María Estuardo. Felipe II, sin embargo, pensaba que, una vez derrocada Isabel I, podría hacer abdicar a María sus derechos sobre la infanta española Isabel Clara Eugenia. La conjura fue descubierta y el embajador español expulsado. De esta forma se produjo la ruptura de las relaciones diplomáticas entre ambos países.
Aunque sin una declaración formal, desde 1583 puede considerarse abierta la conflagración entre Inglaterra y España. Los proyectos políticos de Felipe II respecto de Inglaterra se habían visto favorecidos por la ejecución de María Estuardo en 1587, que dejaba el campo libre para una sucesión española al trono inglés en caso de que tuviera éxito la invasión española de Inglaterra, proyecto largamente acariciado por Felipe II y que fue entonces retomado.
La devastadora razzia llevada a cabo por Drake en Cádiz y Lisboa en abril de 1587 acabó de decidir a Felipe II a emprender la invasión de Inglaterra antes de completar la sumisión de las Provincias Unidas. En julio de 1588 zarpaba de Lisboa la Gran Armada, conocida como Armada Invencible por los historiadores británicos, destinada a invadir Inglaterra. El desastre de la Armada, causado en parte por la superioridad de la marina inglesa, en parte por la acción de los flamencos que obstaculizaron el acceso de la flota a sus costas, en parte por los elementos, supuso una gran victoria política para Isabel I. La superioridad de los navíos ingleses fue resultado directo de la política naval impulsada por la reina, considerada como uno de los grandes logros de su reinado, pues inauguró el dominio británico de los mares.
La victoria sobre la Gran Armada hizo más audaz a Isabel, que redobló sus acciones contra España allí donde tuvo ocasión. En los años siguientes, los corsarios ingleses hostigaron sin descanso los navíos españoles que hacían la travesía entre las Indias y España. Drake atacó La Coruña en 1589 y llegó hasta Lisboa, aunque no pudo tomar la ciudad. Arreciaron los ataques contra navíos y puertos españoles tanto en la Península como en América. Isabel dio cobijo en su corte al prior de Crato, pretendiente al trono de Portugal, con el que selló un acuerdo secreto contra España.
La guerra contra España continuó después de la muerte de Felipe II en 1598. El español había apoyado la gran rebelión irlandesa iniciada poco antes de su muerte, apoyo que mantuvo el duque de Lerma durante el reinado de Felipe III. Sin embargo, el auxilio español fue poco efectivo, debido a su lentitud y falta de equipamiento. En 1599 Lerma envió una gran flota a las costas inglesas, que tuvo que regresar sin haber logrado ninguno de sus objetivos. A pesar de ello la rebelión inglesa, ferozmente reprimida por el ejército isabelino, continuó hasta la muerte de Isabel, cuando se logró la capitulación de los últimos rebeldes.
El final del reinado
Los últimos quince años del reinado isabelino fueron tiempos difíciles para la reina que, ya muy anciana, había perdido a sus más leales consejeros y a sus más cercanos amigos. Dudley había muerto en 1588, Walsingham en 1590, Hatton en 1591, Burghley en 1598. Se encontraba ahora rodeada por un grupo de hombres más fieles a sus intereses personales que a la anciana reina.
El más importante de esta nueva generación de consejeros fue Robert Devereux, duque de Essex e hijastro de Dudley. La reina le tenía en gran consideración, lo que probablemente hizo al joven Essex sobreestimar su influencia política. Su arrogancia le atrajo la enemistad de Robert Cecil, hijo de Burghley, de sir Walter Raleigh y del duque de Nottingham. En 1598 estalló una nueva rebelión en Irlanda que se extendió por todo el país. Devereux solicitó a la reina el mando del ejército que habría de reprimir la rebelión irlandesa, lo que le fue concedido. Pero desobedeció las estrictas órdenes de la reina acerca de cómo debía actuar en Irlanda. Derrotado, decidió regresar a Inglaterra, contrariando nuevamente las órdenes expresas de la reina de permanecer en la isla. Essex fue inmediatamente arrestado por orden del Consejo Privado. Una investigación le exculpó de las sospechas de traición que pesaban sobre él, pero nunca más fue admitido en la privanza regia. Este revés inesperado convirtió a Devereux en el principal intrigante del reino, convertida su casa en cenáculo de desafectos a Isabel. En 1601 Essex trató torpemente de tomar Londres con sus tropas. Fracasado su intento, fue ejecutado como reo de traición en febrero de ese año. Tras la ejecución de Essex, la reina declaró al embajador francés: “cuando está en juego el bienestar de mi reino, no me permito indulgencias con mis propias inclinaciones”.
Los últimos años del reinado de Isabel I fueron también de crisis económica, particularmente para la Hacienda regia, que acusó graves problemas financieros. Sus reservas estaban agotadas y el país atravesaba una profunda crisis inflacionaria. La reina tuvo que recurrir a la venta de monopolios y regalías -además de algunas de sus más preciadas joyas-. Esta práctica causó gran descontento y se elevaron numerosas quejas al Parlamento de 1601.
A pesar de los temores que causó su soltería, el problema de la sucesión había quedado sin embargo resuelto. Jacobo VI de Escocia era reconocido hacía tiempo como su heredero. En su lecho de muerte, el 23 de marzo de 1603, sus consejeros le pidieron que hiciera una señal si reconocía al escocés como su sucesor, futuro Jacobo I de Inglaterra. La reina así lo hizo y, a su muerte en la mañana del día siguiente en el palacio londinense de Richmond, la monarquía inglesa afrontó sin asperezas el fin de la dinastía Tudor.
Balance del reinado de Isabel I
Isabel es reconocida como una de las más brillantes monarcas de Inglaterra. Su reino conoció la pacificación interna tras las luchas de religión de los monarcas anteriores. Aunque la reina trató de reforzar el centralismo regio y los mecanismos del absolutismo en ciernes, el Parlamento, al que sólo convocó en tres ocasiones en su largo reinado, no se produjeron enfrentamientos graves entre ambas instancias de poder durante la mayor parte del reinado. Sólo a fines del período el Parlamento, en parte bajo la influencia de las ideas puritanas hostiles al absolutismo regio, se rebeló contra Isabel a causa de los gastos desmedidos de la Corona y de la venta de monopolios.
La reina hizo suya la estrategia de autoridad práctica de Enrique VIII, gobernando con extrema energía. Se benefició del proceso de fortalecimiento de la autoridad monárquica emprendido por los Tudor y a menudo hizo uso de la llamada “prerrogativa regia”, conjunto de derechos que permitían la arbitrariedad regia. Se rodeó de un reducido grupo de consejeros, que formaron el Consejo Privado, como William Cecil (entre 1572 y 1598), el canciller Nicholas Bacon (1559-1579), el conde de Leicester y el secretario de Estado Francis Walsingham (1573-1590). No permitió que sus favoritos desempeñaran un papel político predominante, como demostró con su actitud hacia el conde de Essex.
Isabel favoreció el desarrollo económico de Inglaterra. La industria lanera, principal riqueza del país, recibió un nuevo impulso al calor de las relaciones con los Países Bajos. Sin embargo, la prosperidad económica benefició únicamente a la burguesía y a los terratenientes, que aceleraron el proceso de enclosures en detrimento de los campesinos. Isabel no actuó en contra de este proceso sino sólo para imponer duras medidas (poor laws) contra la mendicidad a la que se habían visto obligadas grandes masas de campesinos excluidos del aprovechamiento agrícola comunal por el cercado de campos. Los pobres eran reunidos en “casas de trabajo”, donde eran tratados como siervos bajo amenaza de muerte.
La flota mercante se reforzó considerablemente y amplió el radio de sus empresas gracias a la constitución de compañías de comercio patrocinadas por la monarquía y que disfrutaban de un monopolio: la Compañía de los Mercaderes Aventureros, y la Compañía del Este rivalizaron con la Hansa en el Báltico; la Compañía de Moscovia desarrolló el comercio con Rusia y Persia; la Compañía de Levante compitió con españoles y vénetos en el Mediterráneo oriental. En 1600, se fundó la Compañía de las Indias Orientales, que debía poner los cimientos de la potencia británica en Asia. Los ingleses comenzaron también a interesarse comercialmente por América. Marinos como Frobisher y John Davis partieron en busca del paso del Noroeste y la primera tentativa de implantación colonial fue hecha por Ralegh en la Virginia en 1584.
Isabel fue contemplada con admiración por sus coetáneos. Su gusto por el lujo y la magnificencia hizo correr por Europa la fama de la suntuosidad de su corte. Pero ésta destacó ante todo por el esplendor que alcanzaron las artes durante el período isabelino. La literatura inglesa alcanzó su cenit en esta época. Fue la edad de oro del teatro inglés, con Marlowe, Ben Jonson y Shakespeare. La vida literaria fue igualmente adornada por poetas como Edmund Spenser y Philipp Sidney, por ensayistas como John Lyly y Francis Bacon, así como por el filósofos políticos como Richard Hooker. Se crearon las escuelas de Rugby y Harrow, del Trinity College de Dublín y la música de corte conoció un bello desarrollo con los llamados “virginalistas”.
Isabel I consiguió dar a Inglaterra las condiciones de paz interior y desarrollo económico que requería para ocupar un lugar privilegiado en el panorama político europeo del siglo XVII y sentó las bases para el crecimiento de la potencia marítima inglesa en los siglos siguientes.
Bibliografía
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JENKINS, E. Elizabeth the Great. London, 1958.
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NEALE, J. Queen Elizabeth I. London, 1959.
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GUY, J. Tudor England. Oxford, 1989.