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HistoriaPolíticaBiografía

Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, Pedro Pablo, IX Conde de Aranda (1719-1798).

Conde de Aranda.

Militar, diplomático y político español nacido en el castillo de Siétamo (Huesca) el 1 de agosto de 1719 y muerto en Epila (Zaragoza) el 9 de enero de 1798.

Síntesis biográfica

Sirvió en diversas tareas a prácticamente todos los reyes borbones españoles del siglo XVIII (salvo al efímero Luis I). Militar de vocación, inició su carrera en Italia bajo el reinado de Felipe V; ascendió rápidamente de grado bajo Fernando VI, con el paréntesis de una breve embajada en Portugal (1755-1756), hasta que en 1758, siendo director general de Artillería, abandonó el ejército por la oposición que encontró a sus reformas. El rey Carlos III le devolvió su rango en 1760 y le envió como embajador a Polonia; regresó en 1762 para comandar el ejército de invasión de Portugal. Terminada la guerra y ascendido a capitán general, a partir de 1765 iniciaría en Valencia su itinerario como estadista, al hacerse cargo del gobierno de este reino.

El motín de Esquilache de 1766 le alzó a uno de los más altos puestos de gobierno, el de la presidencia del Consejo de Castilla. Desde el mismo expulsó a los jesuitas y aplicó diversas medidas contra la pobreza, de reforma de los gobiernos locales y de urbanismo. Intrigas de sus enemigos y la enemistad del rey causaron su caída en 1773 y el envío como diplomático a París para apartarlo de la Corte. No obstante, se trataba de un puesto importante y desde él se ocupó de la política exterior española, en especial los dominios hispanos en América.

Vuelto a España en 1787, Carlos IV le nombró en 1792 secretario de Estado (como tal declaró la guerra a la Francia revolucionaria) y decano del Consejo de Estado hasta 1794. El todopoderoso Godoy le derribó y le hizo encerrar hasta 1795, retirándose entonces de la vida pública. Hombre de fuerte carácter, fue un ilustrado cuyo reformismo moderado se fue atemperando con el tiempo; a pesar de la imagen habitual que de él se ha tenido, nunca fue afín a los enciclopedistas franceses. Fue X conde de Aranda y dos veces Grande de España de primera clase.

Los inicios de su carrera militar y diplomática con Felipe V y Fernando VI

Era hijo de Pedro de Alcántara Abarca de Bolea, IX conde de Aranda y marqués de Torres, y de María Josefa Pons de Mendoza, condesa de Robres y de Rupuit. Estudió en la Universidad Sertoriana de Huesca hasta que a los siete años su padre lo llevó consigo a Bolonia, donde prosiguió su aprendizaje. A los quince ingresó en el Colegio de Nobles de Parma, regido por jesuitas, donde aprendió francés e italiano. En 1736, con apenas 17 años, y dando muestras de la que sería su principal vocación toda su vida, se escapó del Colegio para unirse al ejército español recién llegado a Italia, y así poder combatir junto a su padre.

El 21 de marzo de 1739 contrajo matrimonio por poderes con Ana María del Pilar Fernández de Híjar (hija de Isidro Fadrique, VIII duque de Híjar). El año siguiente era ya era coronel de granaderos en el primer batallón del regimiento Inmemorial de Castilla, donde servía su padre. Éste murió en 1742, heredando él sus bienes y el título de conde de Aranda. Combatió al poco en Italia, siendo herido de gravedad en febrero de 1743 en el transcurso de la batalla de Camposanto contra los austriacos. El valor mostrado entonces le valió el ascenso a brigadier. Tras una corta estancia en España para recuperarse regresó a Italia, donde permaneció hasta el final de la campaña en 1745. En 1746 obtuvo de Felipe V el título de Gentil-Hombre de la Real Cámara.

En 1747, siendo ya rey Fernando VI, ascendió a mariscal de campo. En los años siguientes se ocupó de la administración de sus bienes desde su residencia de Zaragoza, y viajó con fines formativos por Francia y el centro de Europa. Conoció en estos viajes a los monarcas francés y prusiano, Luis XV y Federico II, y a los principales ilustrados franceses: Jean Baptiste le Rond d’Alembert, Denis Diderot, François Marie de Arouet Voltaire o Jean-Antonie de Caritat, marqués de Condorcet (éstos dos últimos le elogiarían posteriormente, dando origen a cierta leyenda negra historiográfica que vería en Aranda, erróneamente, a un jacobino y un activo masón: sin embargo, nunca tendría amistad profunda con ellos ni compartiría sus principios ideológicos). Vuelto a España en 1755, fue elevado al grado de teniente general y honrado con el título de Grande de España de primera clase.

Luego, durante casi un año, marchó a Portugal como embajador; llegó a Lisboa una semanas después del catastrófico terremoto que asoló la ciudad: entre sus víctimas se encontraba el anterior embajador español. Allí, según parece, socorrió a los damnificados, y cuando cedió el cargo a Antonio Pedro de Nolasco, conde de Maceda, era muy estimado en la corte portuguesa. Fernando VI, en recompensa de sus servicios, le otorgó el Toisón de Oro. En agosto de 1756 fue nombrado director general de Artillería e Ingenieros, cargo recién creado que estuvo a punto de abandonar prematuramente por diferencias de criterio con el marqués de la Mina, Jaime de Guzmán Dávalos y Espinosa, capitán general de Cataluña. Al fin lo hizo en enero de 1758, dejando incluso el ejército por la oposición que encontró en el ministro de Guerra, Sebastián Eslava de Lazaga.

El conde de Aranda, polivalente servidor de Carlos III

Se retiró a sus tierras hasta que en marzo de 1760 el nuevo rey español, Carlos III, requirió de nuevo sus servicios, reincorporándole al ejército como teniente general, y enviándole en mayo a Polonia como embajador ante el rey Augusto III, suegro del monarca español. Aquel trató de ganarse a Aranda para su causa, inmersa Polonia en la Guerra de los Siete Años contra Prusia e, indirectamente como aliada de Francia, contra Inglaterra. Aunque Aranda no estaba convencido de la amistad de Francia, sí tenía claro la necesidad de oponerse a Inglaterra para proteger los territorios españoles en América, de modo que se mostró favorable a entrar en la guerra.

Así, en enero de 1762, cuando por fin era inminente la declaración de guerra a Inglaterra, solicitó abandonar su puesto en Polonia y ser llamado a filas. En abril fue avisado apresuradamente de que debía hacerse cargo del ejército de invasión de Portugal, en sustitución del anciano Nicolás de Carvajal y Lancaster, marqués de Sarriá. Emprendió inmediatamente el camino de regreso y, en agosto, tomó la plaza de Almeida (Beira Alta, hoy departamento de Guarda), y luego prosiguió por el sur hacia el interior del país enemigo, haciéndose con varias ciudades, entre ellas Castelo Branco, y llegando finalmente al Tajo. El mal tiempo le obligaría después a retroceder hacia España, un par de meses antes de que se firmase en noviembre la paz de París que ponía fin a la guerra. En relación con ella, desde febrero de 1763 y hasta el mismo mes del año siguiente presidió el tribunal militar formado para juzgar el comportamiento de los oficiales responsables de la defensa de La Habana, que había caído en poder de los ingleses en julio de 1762.

Durante el juicio obtuvo el grado de capitán general (el más alto que podía alcanzarse, que él lograba con sólo 44 años de edad, aunque ya no volvería a participar en ninguna campaña militar), y también el cargo de capitán general de los reinos de Valencia y Murcia por fallecimiento de su anterior titular, Manuel de Sada y Antillón. A este cargo se unió el de presidente de la Audiencia de Valencia. A pesar de poseer así el mando civil y militar de esta región, quedaba en cierto modo apartado de la Corte, es decir, de los centros de decisión, ello según parece por obra de Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, con quien se había enemistado durante la guerra con Portugal. En Valencia fue muy bien recibido por el erudito Gregorio Mayans y Siscar, y en general obtendría el aprecio de los valencianos. En este reino reformó la composición de la Audiencia, abriéndola más a los naturales y a todos los de la antigua Corona de Aragón, y potenció la construcción de canales de riego.

En 1766, tras la grave crisis que provocó la caída de Esquilache (motín de Esquilache), que era por entonces ministro de Hacienda, ocupó la presidencia del Consejo de Castilla en sustitución de Diego de Rojas y Contreras, obispo de Cartagena, y la Capitanía General de Castilla la Nueva. Recibió además poderes especiales para recuperar el orden; Aranda, reformista y hasta cierto punto anticlerical moderado (nunca anticristiano, al igual que la práctica mayoría de los ilustrados españoles), ejecutó la expulsión de los jesuitas, a quienes entre otros se culpó del motín; pero no fue en absoluto el único responsable, y él mismo tenía un hermanastro en la Compañía de Jesús, Gregorio Iriarte, al que protegió. A continuación, para paliar la influencia de la Iglesia a través de su labor social, promovió reformas que redujesen la pobreza, como la supresión de la tasa de los granos, el cultivo de terrenos baldíos o el castigo de la mendicidad.

Acometió muchas otras tareas de las más variadas características: promulgó leyes favorecedoras de la minería, la navegación y el comercio; modificó el régimen municipal creando los diputados del común y síndicos personeros; promovió la urbanización de Madrid (división en barrios, construcción del paseo del Prado) y de otras grandes ciudades, y organizó bailes y otras diversiones; hizo salir de la capital a los numerosos clérigos desocupados o que se encontraban fuera de su lugar de residencia; creó centros de cultura de enseñanza gratuita y mejoró las universidades, colocándolas bajo el control del Estado y dotándolas de nuevos planes de estudio; y, ayudado por Pablo de Olavide, estableció 6.000 colonos alemanes en Sierra Nevada. No tuvo la simpatía de la Iglesia, a la que había tratado de quitar poder (por ejemplo, limitando las competencias de la Inquisición a estrictamente casos de fe), ni tampoco de nobles, escritores y parte del pueblo, que no gustaba de su excesivo paternalismo. En cambio, tuvo el apoyo del también aragonés el marqués Manuel Roda y Arrieta, secretario de Gracia y Justicia, y de otros altos personajes que, sin ser “liberales” en sentido político, tampoco eran completamente partidarios del absolutismo.

De carácter áspero y obstinado hasta llegar a la arrogancia (en 1771 rechazó ingresar en la recién creada Orden de Carlos III por cuestiones de precedencia), atacado por el secretario de Estado Jerónimo Grimaldi, acabó por caer en desgracia ante el rey, que alejándole de nuevo le mandó en 1773 a Francia como embajador, puesto por otra parte de gran importancia en relación con la política exterior. Allí permanecería catorce largos años. Antes de marchar hacia París solicitó del monarca el ser enviado a combatir cuando hubiera alguna guerra: habría varias ocasiones durante esta década y principios de la siguiente (Argel, Gibraltar o Menorca), pero para su frustración el rey no usaría ya más sus dotes militares. Para colmo, decepcionó al menos inicialmente en la ilustrada corte francesa, donde se esperaba un personaje refinado y de buena presencia, cualidades que el rudo Aranda, bizco, de nariz deformada por tomar demasiado rapé, y de pequeña estatura, no tenía en absoluto. Durante su estancia allí fue entronizado Luis XVI (1774).

Participó en las negociaciones con Inglaterra relativas a la independencia de las colonias inglesas en América y a la reestructuración de la situación política en el continente: él sería el principal artífice de la devolución de Menorca y de parte de Florida (aunque no de Gibraltar) según el tratado firmado en París el 3 de septiembre de 1783. Sin embargo, tomando buena nota del ejemplo de Estados Unidos, para prevenir posibles levantamientos independentistas en la América hispana envió a Carlos III una memoria en la que proponía crear una federación de tres reinos (México, Perú y Nueva Granada) gobernados por infantes españoles, y de los que el rey español sería emperador. El mismo año de 1783 moriría su esposa; en 1755 había fallecido su hijo Luis Augusto a los 14 años de edad, y en 1764 su hija María Ignacia de parto. El niño que ésta había tenido, su nieto Luis, murió también prematuramente en 1767. De este modo, deseoso de trasmitir su apellido, el año siguiente casó de nuevo con su sobrina María del Pilar Fernández de Híjar y Palafox; él tenía entonces 65 años, y ella 17. No obstante, ya no tendría más descendencia.

Últimos años bajo el reinado de Carlos IV: de la Secretaría de Estado al destierro

Volvió a España en 1787 (un año antes de la entronización de Carlos IV y dos del inicio de la Revolución francesa), pero durante mucho tiempo no tuvo ningún cargo público. Enemigo del poderoso secretario de Estado, José Moñino, conde de Floridablanca, provocó su caída y encierro en 1792; después, al ocupar interinamente en febrero su puesto le haría procesar. En agosto declaró la guerra a la Francia revolucionaria, después de que Luis XVI fuese despojado de cualquier resto de poder; la derrota de los ejércitos prusianos y austriacos en Valmy, el 21 de septiembre, le impuso sin embargo prudencia, mostrándose partidario, ya que no de reponer al rey francés en su trono, de establecer una barrera defensiva en torno a Francia.

En noviembre abandonó el interinato, quedando únicamente como decano del Consejo de Estado. Desde este puesto siguió con atención los acontecimientos europeos: neutralista por consideraciones prácticas (veía impreparado al ejército español y temía las consecuencias en América), su patriotismo le llevó a redactar dos planes de campaña. Aparte de la alta política, estos últimos años había tenido otros puntos de atención menores: cuidó la producción de la fábrica de porcelana fina que tenía en Alcora (Castellón); ayudó a Ramón Pignatelli en la construcción del Canal Imperial de Aragón (1772-1790); fue miembro fundador de la Real Sociedad Económica Aragonesa (1776); en 1792 dio su permiso para la creación de la Real Academia de Artes de San Luis (Zaragoza), y promovió la explotación de las minas de carbón aragonesas y el cultivo del cáñamo en la región.

Una vez más perdió el favor real por sus discusiones con el favorito, Manuel de Godoy. Acusado de difamar al rey, en marzo de 1794 fue condenado al destierro en Jaén, al tiempo que se le abría un proceso; al poco, fue encerrado en la Alhambra de Granada. En octubre, a causa de su mala salud, obtuvo permiso para trasladarse a Alhama (Granada) para tomar unos baños; tras un breve retorno a la Alhambra, en noviembre marchó, aún cautivo, a Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). En julio de 1795 Godoy levantó el destierro de Aranda, a condición de no volver a Madrid y de retirarse a sus posesiones de Aragón. Establecido en Epila, llevó una vida tranquila dedicado a la administración de sus bienes hasta su muerte a principios de 1798, con 79 años de edad. Según su testamento, fue enterrado en el monasterio de San Juan de la Peña (Huesca), en la capilla de Nuestra Señora del Pilar; de allí sus restos serían trasladados en 1869 a la iglesia madrileña de San Francisco el Grande a la espera de levantarse el proyectado Panteón Nacional de Hombres Célebres. Como éste al final no se llevó a cabo, en 1883 retornaron a su emplazamiento original. Sus bienes pasaron a su esposa María Pilar, y cuando ella a su vez falleció, a la casa de Híjar.

Enlaces en Internet

http://www.geocities.com/TheTropics/Cabana/6932/osca10.htm ; Página con una biografía del conde de Aranda (en español).

Bibliografía

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  • RUBIO JIMÉNEZ, J. El Conde de Aranda y el teatro. (Zaragoza, Ibercaja: 1998).

Autor

  • Bernardo Gómez Álvarez