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HistoriaBiografía

Urraca. Reina de Castilla y León (ca. 1079-1126)

Reina de Castilla y León desde 1109, nacida hacia 1079 y fallecida en Saldaña (Palencia), el 8 de marzo de 1126. Se trata de una de las personalidades más polémicas de la Edad Media hispana, pues su reinado coincidió con una de las épocas más tormentosas del incipiente reino de Castilla. Vilipendiada por unos y elevada a los altares por otros, los diferentes juicios de valor efectuados sobre su figura, así como la escasez de fuentes, hacen que el acercamiento objetivo a su biografía sea complejo y delicado, como también lo resulta el calibrar su verdadera aportación a la Edad Media hispana.

Primeros años

Urraca fue la hija primogénita de Alfonso VI, y de la segunda esposa de éste, la reina Constanza de Borgoña. Debió de nacer hacia el año 1079 y, en principio, se desconocen más datos sobre su infancia; es lógico suponer que no tuviera residencia fija, sino que acompañase a la corte itinerante de su padre, el rey Alfonso, y que estuviese presente en la toma de Toledo (1085), verdadero hito de la época por su significado en la reconquista peninsular. Hacia el año 1090, cuando la infanta alcanzó edad núbil, Alfonso VI, en virtud de las alianzas existentes entre Castilla y el condado de Borgoña, aceptó casarla con el titular del condado galo, Raimundo de Tolosa. Los esponsales debieron de celebrarse ese mismo año, pues Alfonso VI obsequió a los recientes cónyuges con los condados de Portugal y Galicia; para poder llevar a cabo esta donación, Alfonso VI debió esperar al fallecimiento de su hermano García I, ocurrido aproximadamente en la misma fecha.

En ese momento comenzó la estrecha relación entre doña Urraca y Galicia, primero por la vinculación titulada al territorio y, en segundo lugar y mucho más importante, por la entrada en escena de un personaje clave en el reino castellano de la época: Diego Gelmírez, pariente del obispo de Santiago de Compostela, Diego Peláez. La admiración de Gelmírez por la orden de Cluny le acercó al conde Raimundo, que nombró a Gelmírez, entonces vicario de la diócesis compostelana, su secretario y notario personal y de su casa. Por lo que respecta a la infanta Urraca, esta primer fase de su vida, aproximadamente hasta el año 1106, se caracterizó por cierto anonimato (no es demasiado mencionada en crónicas y documentos de la época), y por su supuesta dedicación al cuidado de sus dos hijos: doña Sancha y don Alfonso, el que iba a ser futuro heredero del trono castellano con el nombre de Alfonso VII.

La sucesión de Alfonso VI

La situación cambió repentinamente a partir de 1107, fecha en la que falleció el conde Raimundo. Urraca pasó a convertirse en firme candidata a hacerse con el trono en tanto su hijo Alfonso alcanzaba la mayoría de edad, toda vez que los cinco matrimonios legales de Alfonso VI no habían deparado un heredero varón. Eso sí, hasta el último momento, Alfonso VI estuvo tentado de nombrar heredero al infante Sancho, más conocido como Sanchico, hijo de una de sus concubinas, la princesa Isabel, que no es otra sino la nimia pulchra Zaida, protagonista de los romances, hija de Abul-Qasin Muhammad II, reyezuelo taifa de Sevilla. Pero este infante falleció siendo un niño, el 30 de mayo de 1108, a manos de los musulmanes victoriosos en la batalla de Uclés. El dolor de esta muerte aceleró la propia de Alfonso VI, acontecida al año siguiente.

Antes de morir, quedaba por finiquitar una cuestión: ¿convenía a doña Urraca contraer nuevo matrimonio?. La nobleza castellano-leonesa comenzó a mover los hilos para que el candidato fuese Gómez González, conde de Candespina, uno de los más poderosos señores feudales de Castilla. Según las crónicas de la época, uno de los consejeros de Alfonso VI, el judío Cidiello, le transmitió al rey poco antes de morir la resolución de la nobleza, a lo que el monarca castellano respondió: "ca mi fija a mí conviene de casarla, mas non como ellos quieren" (Primera Crónica General de España, II, p. 644). De esta forma, Alfonso VI convocó a todos los prelados del reino a un consejo y decidió casarla con el monarca aragonés, Alfonso el Batallador, ceremonia que se celebró en el castillo de Muñón poco antes del fallecimiento de Alfonso VI, en 1109. Parece que la desconfianza de su nobleza cegó al monarca castellano, ya que, por no someter al reino a las luchas aristocráticas, acabó por involucrar en los asuntos castellanos al que era entonces el mayor dominador territorial de la península: Alfonso, monarca de Aragón, de Navarra y ahora rey consorte de Castilla.

Alfonso I el Batallador, rey de Aragón

Las luchas políticas en Castilla

A pesar de esta decisión, Alfonso VI no pudo evitar totalmente las luchas aristocráticas. Es bastante probable (sobre todo visto el devenir posterior del enlace) que fuese verdadera la negativa de la propia Urraca a casar con el monarca aragonés, y, por la misma senda de la sospecha, que su pasión hacia el conde de Candespina, Gómez González, fuera asimismo cierta. Alrededor del conde de Candespina, que contaba con el apoyo del arzobispo de Toledo, don Bernardo (arma importantísima de la Iglesia, dada la consaguinidad de los cónyuges), se conformó el primer grupo de poder en la corte castellana. El segundo fue encabezado por los enemigos de Gómez González, sobre todo el antiguo ayo de la reina Urraca, Pedro Ansúrez, a quien las sospechas señalan como el factótum de que saliese a relucir el nombre de Alfonso el Batallador como esposo de la reina viuda. Un tercer personaje de importancia, que desempeñó un papel fundamental, fue Pedro Froilaz, conde de Traba, ayo del príncipe Alfonso, quien se criaba en tierras gallegas (en Castrelo de Miño), ajeno en principio a todas estas luchas.

Una vez celebrado el enlace, en octubre de 1109, Urraca acompañó a Alfonso hacia tierras aragonesas, donde iba a ser recibida con los honores que merecía. Pero rápidamente, ante la noticia del fallecimiento de Alfonso VI, ambos regresaron de nuevo a Castilla para hacerse cargo de la monarquía. Aunque existían temores de cómo recibirían los castellanos a Alfonso, todos los grandes señores respetaron el luto por el finado monarca y la última decisión de éste, por lo que Alfonso y Urraca pudieron hacerse cargo de todos los enclaves importantes, así como iniciar una política de repoblación en diversos lugares, en especial Belorado, Almazán y Soria. A pesar de ello, pronto surgieron las primeras desavenencias en el matrimonio, provocadas por los temores de Alfonso el Batallador a que la existencia de un parentesco demasiado estrecho entre él y su esposa (eran primos segundos) hiciese nulo el matrimonio. Para evitar cualquier acción contraria a sus intereses, Alfonso, ante el malestar de Urraca y de buena parte de la aristocracia, no dudó en entregar las fortalezas castellanas más importantes a aragoneses de su séquito, leales a su causa.

Esta decisión fue la que encendió la mecha de la secesión gallega. El conde de Traba, al tener noticia de lo sucedido, se apresuró a proclamar al pequeño Alfonso VII como rey independiente de Galicia. Alfonso el Batallador montó en cólera y se apresuró a dirigir las milicias aragonesas hacia el territorio rebelde. Ante esta noticia, los señores feudales de Galicia comenzaron a reclutar tropas señoriales, en especial Pedro Arias, señor de Deza, su hijo Arias Pérez, y el propio arcediano de Compostela, Gelmírez, que comenzó aquí su intrigante carrera política. En este punto, las fuentes se contradicen: para la Historia Compostelana, Alfonso el Batallador supo ganarse al concejo de Lugo y al castillo de Monterroso (contrarios al despótico gobierno señorial de Gelmírez y el conde de Traba), desde donde dirigió ataques a los rebeldes que les hicieron desistir de este intento; para el Anónimo de Sahagún, las tropas gallegas lograron que Alfonso claudicase y entablara negociaciones con los nobles gallegos. En cualquier caso, hacia el año 1110, Pedro Froilaz, conde de Traba, ya era muy consciente de que la proclamación de Galicia como reino independiente debería esperar una mejor ocasión. Y, por idéntico motivo, Alfonso el Batallador supo que, mientras el infante Alfonso siguiese en manos del conde de Traba, Galicia sería un grave problema para sus intereses hegemónicos en la política peninsular.

Las desavenencias matrimoniales: una guerra civil encubierta

A partir de este momento fue cuando verdaderamente tomó relevancia el papel de la reina Urraca tanto en su vertiente política, como en la vertiente íntima de sus problemas con Alfonso el Batallador. De nuevo existen sospechas razonables de que fuese la propia reina, siempre apoyada por el conde de Candespina y por el arzobispo de Toledo, quien forzase el envío al papa Pascual II de las pistas necesarias para declarar nulo el matrimonio por incestuoso. A principios de 1110 la reina y el rey discutieron tan gravemente que doña Urraca optó por abandonar León y refugiarse en el monasterio de Sahagún, en espera de que las bulas pontificias llegasen. Y, entre que llegaban y no, la Primera Crónica General (II, p. 647) transmite la siguiente noticia:

"El conde don Gómez andava por casar con ella [la reina Urraca] et entretanto, andando en ello, la reyna consintiosse al conde en poridad, mas non por casamiento [...] Et ovo [el conde] en la reyna un fijo a furto, a que pusieron nombre, por ende, Fernán Furtado".

Monasterio de Sahagún (León).

Tal vez ello explique la reacción de Alfonso el Batallador: en septiembre de 1110, después de una breve reconciliación con la reina, sus oficiales la prendieron en Sahagún y la encerraron en la fortaleza aragonesa de El Castellar (Teruel). El siguiente paso fue formar un impresionante ejército (formado por aragoneses en su mayor parte, pero también mercenarios navarros, normandos, franceses e incluso musulmanes), con el objetivo de arrasar Castilla y demostrar quién era el rey. Alfonso, haciendo honor a su apelativo, tomó todas las plazas fuertes del reino, incluyendo Toledo (donde depuso al arzobispo don Bernardo), Sahagún (donde hizo lo propio con el abad), Burgos, Palencia, Osma y Orense. Ante esta situación, el conde de Candespina encabezó la resistencia castellana y envió al castillo turolense donde se hallaba encerrada Urraca a sus dos hombres de confianza, Pedro de Lara y Gómez Salvadores, para tratar de liberarla, cosa que lograron. Pero, antes de que Urraca pudiese tomar las riendas de Castilla en contra de su esposo, recibió una noticia peor: los nobles gallegos enemigos del conde de Traba, en connivencia con Gelmírez, habían sitiado Castrelo de Miño y secuestrado a su hijo, el príncipe Alfonso.

La participación portuguesa en la guerra

Por si no hubiera ya demasiados intereses en el conflicto castellano, a ellos se unió la ambición de Enrique de Borgoña, rey de Portugal y cuñado de doña Urraca, pues estaba casado con Teresa, hija también de Alfonso VI. En primer lugar, Enrique de Borgoña se alió con Alfonso el Batallador, que le prometió negociar las conquistas territoriales que se produjesen. De esta forma, aragoneses y lusos formaron un ejército conjunto que se enfrentó al castellano en la batalla del Campo de Espino (cerca de Sepúlveda), el 12 de abril de 1111, contra las tropas dirigidas por Gómez González, conde de Candespina, y su amantísima reina doña Urraca. La victoria sonrió al Batallador y a su aliado portugués, y no sólo la victoria, sino que su principal enemigo, el conde de Candespina, halló la muerte en el campo marcial, para desconsuelo de la reina. Pero la situación daría un vuelco sorprendente días más tarde.

El monarca aragonés entró triunfalmente en Toledo el 18 de abril siguiente, lo que despertó las iras de Enrique de Borgoña, ya que éste se había propuesto como objetivo la cesión de la ciudad imperial. Por otra parte, algunos magnates castellanos, entre los que destacaba el nuevo liderazgo de Pedro de Lara, sitiaron a los aragoneses en Peñafiel. Entonces Enrique tuvo una entrevista secreta con doña Urraca para pasarse a su lado y combatir juntos a Alfonso el Batallador, para lo cual el portugués contó con la presencia de su esposa Teresa, hermana de Urraca, factor que, siguiendo a la leyenda popular, fue un craso error. Al parecer, y según el vulgo, era tal la enemistad entre ambas hermanas que Urraca tomó una decisión impensable para todos: reconciliarse con su esposo. Reunidos ambos en Carrión de los Condes y hecha pública la reconciliación por todo el reino, los monarcas portugueses reaccionaron con furia, pues procedieron a sitiar la villa palentina. Pero los nobles castellanos y leoneses acudieron en su ayuda, poniendo en fuga a los portugueses y asistiendo a lo que parecía un feliz reencuentro entre rey y reina.

Aún quedaba por dilucidar la espinosa cuestión del infante Alfonso; la reina Urraca accedió a entrevistarse con los principales nobles gallegos, entre ellos Gelmírez, Arias Pérez (el nuevo custodio del futuro Alfonso VII), el conde de Traba y un misterioso Fernando García, de quien se sospecha que pudiera ser hijo del fallecido rey de Galicia, García I. Los rebeldes fueron claros: perdón para todos por los delitos cometidos y proclamación de Alfonso como rey de una Galicia independiente. La respuesta de la madre fue, evidentemente, afirmativa, lo que conllevó el que Alfonso fuera coronado en Santiago de Compostela el 17 de septiembre de 1111, bajo la promesa de que, inmediatamente después de la coronación, el púber Alfonso fuese llevado a León, a brazos de su madre. Es de suponer que, otra vez, la reacción del monarca aragonés fuese colérica contra su mujer, pues reunió a su ejército y atacó, a mediados de octubre, a la comitiva gallega que transportaba a Alfonso hacia León en el paso de Viadangos (cerca de Astorga). Fernando García falleció en la escaramuza, el conde de Traba fue hecho prisionero y Gelmírez, a duras penas, pudo escapar hacia Galicia llevándose consigo a su rey, ante las lamentaciones de Alfonso y Urraca... pero por motivos distintos, naturalmente.

La alianza entre Urraca y Diego Gelmírez

Ni qué decir tiene que la coronación de Alfonso como monarca galaico produjo una nueva separación de Urraca y el Batallador, lo que encendió de nuevo la mecha de la guerra civil. Para entonces, y siguiendo siempre a la Primera Crónica General (II, p. 647), "el conde don Pedro de Lara otrossi ganó estonces en poridad ell amor de la reyna, et fizo con ella lo que quiso". Un nuevo amante, una nueva guerra civil. Hacia la primavera de 1112, Urraca pudo reunirse al fin con su hijo en Galicia, donde también recibió apoyos, subsidios y tropas para enfrentarse a su esposo, que, cegado por la ira, cometió toda clase de tropelías en Castilla. Con los nuevos refuerzos y la dirección de Pedro de Lara, las tropas de doña Urraca resistieron el cerco de Astorga y empujaron al ejército del Batallador hacia Carrión de los Condes. En aquel momento, los consejeros de ambos monarcas acordaron una nueva tregua basada... en una nueva reconciliación de los beligerantes cónyuges, que se llevó a efecto en el invierno de 1112. La reina Urraca, acompañada de su esposo, viajó hacia Zaragoza para compartir los tesoros de la recientemente conquistada ciudad del Ebro, pero apenas permaneció unos meses: las desavenencias entre ella y su esposo eran insufribles, a pesar de que la llegada de un legado pontificio, el abad de Chiusi, intentó poner un poco de orden en una de las más insólitas parejas de la Historia europea. En Castilla, entretanto, la guerra continuaba y con buenas noticias para la reina: las tropas que permanecían leales a su causa (dirigidas, obviamente, por Pedro de Lara), se habían hecho con el control de Sahagún, Carrión y Burgos, pero Urraca era plenamente consciente de que dichas conquistas sólo obedecían a que su todavía marido se hallaba más preocupado de la situación en Aragón. Por ello, decidió recurrir a una carta que no había jugado todavía: la del poderoso Diego Gelmírez.

La entrevista se realizó en mayo de 1113, y en ella el taimado Gelmírez pidió lo que más deseaba: que la diócesis compostelana se convirtiese en arzobispado y, naturalmente, que él ocupase el puesto de arzobispo. La reina Urraca le prometió ambas cosas a cambio de ayuda militar, lo que significó la espoleta para un nuevo enfrentamiento entre ella y Alfonso de Aragón. En una acción conjunta, la guarnición aragonesa de Burgos fue sitiada por las tropas de Gelmírez, mientras que Pedro de Lara y el ya veterano Pedro Froilaz, conde de Traba, detuvieron al ejército de refuerzo, dirigido por el propio monarca aragonés, en Villafranca de Montes de Oca. La situación tensa se resolvió de la peor manera posible: a instancias de Gelmírez, Urraca y Alfonso firmaron... una nueva reconciliación, que duró tan escaso tiempo como la anterior, si bien en esta ocasión la reina fue víctima de la fábula del lobo y los pastores. Tampoco puede concretarse, dado el historial anterior, que esta reconciliación fuese más deseada que otras, pero el caso es que la entrada en escena otra vez de su hermana Teresa (ya viuda de Enrique de Borgoña), desencadenó los acontecimientos. Teresa, en busca de una alianza con el rey de Aragón, le informó de que su hermana Urraca planeaba envenenarlo y hacerse con todos sus estados. Esta vez Alfonso el Batallador, sin buscar excesivas pruebas de que fuese cierto el rumor, no montó en cólera, sino que directamente repudió a la reina Urraca, la expulsó de sus reinos y prohibió, bajo pena de muerte, que alguien le diese cobijo.

Urraca, una reina abandonada

La ruptura definitiva con Alfonso el Batallador en 1114 provocó un punto de inflexión, no ya en el devenir de la reina Urraca, sino en todo el reino de Castilla, hastiado de las luchas militares. Hay que destacar que el conflicto latente que subyacía era el existente entre la alta aristocracia castellana, señores feudales, laicos o eclesiásticos, que dominaban sus territorios a todo lance, y entre los incipientes concejos urbanos, siempre dispuestos a recortar el poder señorial de la manera que fuese. Es evidente que mientras los primeros, con mayor o menor gana, cerraron filas hacia la reina, el embrión de la burguesía de los concejos castellanos apoyó siempre a Alfonso el Batallador, que era quien les garantizaba un proyecto político de paz y prosperidad en el ámbito peninsular. Por esta razón, a partir de 1114 se abrió una etapa negra en el devenir de la reina Urraca: sin apoyo exterior, enemistada con Portugal, Navarra, Aragón y Francia y con la amenaza de los musulmanes en la frontera del Tajo cada vez más latente. Por si fuera poco, parte de su reino (sobre todo el grupo burgués antes mencionado) se mostraba abiertamente partidario de Alfonso, a quienes se unieron ciertos magnates castellanos, hartos de que Pedro de Lara, rey de facto, se pasease por el territorio con ínfulas de rey de iure. Pero aún había otro problema mayor: Gelmírez.

El verdadero dominador de la situación era el ya obispo de Santiago, quien, con la ayuda del conde de Traba, impulsaba cada vez más la autonomía del reino de Galicia, esgrimiendo a Alfonso como baluarte, pues sabía que la reina jamás iría en contra de su hijo. Claro que, desde la perspectiva de la reina, eran dos cosas distintas. En una de sus muchas demostraciones de carácter, y cuando peor parecían marcharle las cosas, por dos veces Urraca entró en Santiago de Compostela para prender al obispo y por dos veces éste se escapó, pero no se pudo evitar que la discordia civil se encendiese de nuevo. Ante los recurrentes desmanes cometidos por el ejército comandado por Pedro de Lara, Gelmírez recurrió a la ayuda... de Teresa de Portugal, que le envió tropas para que sitiasen a Urraca en el castillo de Sobroso, fronterizo con Portugal. A su vez, Urraca logró que se uniesen a su causa los habitantes de Santiago de Compostela, hartos del gobierno despótico de Gelmírez. El caso es que las guerras asolaban otra vez Galicia y en el horizonte no se veía una solución inminente, a pesar de que Urraca y Gelmírez firmaron una especie de tregua en Tierra de Campos a principios de 1117.

El golpe de gracia lo dio tal vez el personaje más férreo y clarividente de una época en que tales valores no parecían demasiado abundantes: Pedro Froilaz, el conde de Traba. Éste se hallaba junto al ya adolescente Alfonso en Toledo, donde el futuro rey velaba sus primeras armas contra los musulmanes. Enterado de las noticias que venían del norte, el conde resolvió llevar a Alfonso a Galicia, donde el joven príncipe expuso sus derechos a la corona de Galicia y a la de Castilla, instando a su madre a la concordia. Así, en mayo de 1117, Gelmírez y Urraca firmaron el llamado pacto del Tambre, que puso fin a los conflictos bélicos y que, de manera más que evidente, consolidó el futuro de Alfonso en el trono castellano.

Últimos años de la reina

Resulta complejo el determinar, aun con el paso de los tiempos, cuáles fueron las motivaciones que impulsaron a doña Urraca en sus últimos años para continuar en la brecha bélica, sobre todo con la cuestión de Santiago de Compostela. Uno de los hitos de su vida tuvo lugar el mismo año de 1117, durante nuevas conversaciones entre reina y obispo en la capital jacobea que derivaron en motín. Urraca y Gelmírez tuvieron que refugiarse en la torre del palacio episcopal, pues los insurrectos habían prendido fuego a la catedral en busca de venganza. Cuando por fin el populacho halló el escondite de reina y obispo, las reacciones de ambos bastan para situar a cada uno en el lugar que le corresponde: Gelmírez arrancó la capa a un pobre vagabundo y escapó embozado, trepando por los tejados de la ciudad hasta refugiarse en la iglesia de Santa María. La reina Urraca fue violentamente atacada y despojada de sus ropas; pero aun así, en paños menores, plantó cara a los amotinados y les conminó a que expusiesen sus quejas, ayudando con ello a calmar la violenta situación. Finalmente, accedió a relevar a Gelmírez como señor jurisdiccional de la ciudad y a reponer la justicia. Incluso en tales circunstancias vergonzantes, una reina debía comportarse como una reina.

Tal vez otra muestra más de carácter sea el que no cumplió nada de lo prometido, sino que, con la ayuda del conde de Traba, llevó a cabo una violenta represión contra quienes habían protagonizado el motín. Eso sí: jamás perdonó a Gelmírez y, de hecho, sus últimos años se caracterizaron por el respeto a la figura de su hijo, a todas luces el personaje dominante tras una época confusa (Pedro de Lara también había fallecido ya), pero también por continuar con la implacable persecución contra el obispo compostelano, al que llegó a hacer prisionero en 1121. Pero para entonces las cosas habían cambiado y Gelmírez se había ganado la simpatía de los compostelanos por haber organizado la exitosa defensa de las costas gallegas del año anterior, en la que repelió un ataque de piratas almorávides. Para frenar las ansias de su madre contra el arzobispo (historia truculenta donde las haya), Alfonso, a la sazón un joven ya de veinte años, se armó caballero en la catedral de Santiago en 1124, ceremonia que significó la retirada de la escena política de Urraca... para alivio de Gelmírez. La indómita reina castellana falleció en Saldaña, el 8 de marzo de 1126, y su hijo heredó sin mayor problema el reino de Castilla y León. No es del todo infundado el rumor popular de que la reina había fallecido de parto. Y si no es del todo infundado es, razones médicas aparte (rondaba ya la cincuentena), porque su devenir, como se ha podido comprobar, lo hace bastante lógico.

La biografía de Urraca, un problema de fuentes

Como en otros tantos casos similares en la Edad Media hispana, aproximarse a la realidad objetiva de la reina castellana es un proceso dificultoso debido a la notable parcialidad de las fuentes escritas, tanto crónicas como estudios posteriores en el tiempo.

La principal fuente, por ser más cercana a doña Urraca, es la Historia Compostelana, redactada por Nuño Alfonso, tesorero de la catedral de Santiago en tiempos de Gelmírez, y continuada por Hugo Francés (posterior obispo de Oporto), arcediano de Santiago. La crónica llega hasta 1112, pero al estar escrita en la órbita de influencia del poderoso clérigo gallego, las noticias de la reina Urraca son siempre negativas, lo que incluso ha hecho sospechar a algunos investigadores cierta intervención del propio Gelmírez en la redacción. Otra fuente de importancia es el Anónimo de Sahagún, una especie de recopilación documental efectuada en el siglo XIV; en su interior la figura de la reina sale mejor parada, y no así la figura de Alfonso el Batallador, que se lleva en esta ocasión todos los calificativos negativos. A pesar de este equilibrio, es inevitable acotar que desde el monasterio de Sahagún, tal vez el que más sufrió las tropelías bélicas del monarca aragonés, no podría escribirse nada bueno de aquél, lo que hace también partidistas los datos contenidos en el Anónimo.

Algo más avanzada en el tiempo es la crónica de Rodrigo Ximénez de Rada, De Rebus Hispaniae (s. XIII), que fue la que acabó por conformar la visión que se tuvo durante la Edad Media de la reina Urraca, pues gran parte de sus veleidades y pasiones, relatadas ampliamente por Ximénez de Rada, fueron popularizadas, primero, en la Primera Crónica General alfonsí y, después, por el resto de los cronistas, en especial los aragoneses como Zurita, siempre dispuestos a ensañarse con los amoríos de la reina. En el siglo XVI nació una especie de corriente defensora de Urraca, encabezada por otro cronista, fray Prudencio de Sandoval, y que continuó en el siglo XVII con genealogistas y eruditos tan destacados como Luis de Salazar y Castro o el padre Enrique Flórez. En el siglo XIX, Marcelino Menéndez y Pelayo intentó poner orden en lo que consideraba un exceso de simpatía, por un lado, y un exceso de antipatía, por otro, realizando unas correctas aseveraciones a todo el entramado histórico en que se insertan las fuentes para el reinado de doña Urraca. El testigo de don Marcelino fue recogido por el historiador gallego Antonio López Ferreiro, investigador de los fondos documentales de la catedral de Santiago, de donde salieron las noticias más fiables hasta finales del siglo XX del devenir de la reina. La labor de estos investigadores tiene mucho más mérito si se tiene en cuenta que, también como suele ser frecuente, ambos hubieron de enfrentarse a la popularización de una imagen totalmente idealizada que la literatura de corte romántico había tejido alrededor de la bella Urraca de Castilla.

Un personaje como el suyo no podría haber pasado desapercibido por la literatura, desde títulos tan sugerentes y acertados como ese La varona castellana con que el fénix de los ingenios, Lope de Vega, bautizó la representación teatral dedicada a corroborar, en el plano literario del Siglo de Oro, esa recuperación emprendida por algunos eruditos. Pero fue, como se ha dicho anteriormente, la literatura del romanticismo la que, de la mano de la novela histórica creada por Walter Scott, contribuyó a formar una imagen estereotipada de la reina. Primero, Patricio de la Escosura, con su novela El conde de Candespina (1832), en la que los personajes centrales, el conde de Candespina y el conde de Lara, rivalizan por los amores de una reina coqueta, bella y presumida, más parecida a una enquistada señorita de la burguesía decimonónica que a una reina medieval. Después le llegó el turno a Francisco Navarro Villoslada y a su Doña Urraca de Castilla (1849), una excelente novela, documentada tan fehacientemente como es habitual en el literato navarro, que incide más, por suerte, en el contorno histórico que en el contorno físico de la reina. Finalmente, García Gutiérrez, con una novela homónima publicada en 1872, contribuyó también a poner las cosas difíciles a Menéndez y Pelayo y a López Ferreiro. En el siglo XX, la pasión, amoríos, luchas y pugnas creadas alrededor de doña Urraca también han producido diversas series de televisión y folletines varios, si bien todavía no ha sido llevada su figura al cine, pues contribuiría todavía más a perpetuar a la reina Urraca como esa "víctima, más que de sus propias ligerezas, de las hablillas y malicias del vulgo", en el acertado juicio realizado por Menéndez y Pelayo.

Evidentemente, nadie pone en duda hoy que la reina tuviese, cuando menos, a los condes de Candespina y de Lara como amantes mientras estaba casada legalmente con Alfonso el Batallador, matrimonio que significó el principal error de la época pero que no fue suyo, sino de su padre, el rey Alfonso VI. Pero estas relaciones extramaritales no son una excepción, sino que, en mayor o menor medida, toda la realeza europea de la época se veía envuelta en situaciones similares. Ocurre que, por lo general, los amoríos de las reinas se solían silenciar y llevar con más discreción; si en el caso de doña Urraca no fue así se debe, primero, a su recia y fuerte personalidad, pero también, y más importante, a la época de turbulencias que le tocó vivir.

De su fuerte personalidad poco más se puede decir que lo dicho hasta aquí. A través de estudios más modernos, como el de B. F. Reilly y, especialmente, el diplomatario de la reina Urraca editado por Cristina Monteverde, puede observarse claramente el gran amor filial y el respeto que tuvo la reina por su hijo Alfonso, el futuro emperador. A su vez, se observa cómo tuvo que buscar el apoyo de los magnates y el alto clero para frenar el ascenso de la burguesía castellana, que vio en el monarca aragonés la posibilidad de cambio, aunque ello significase dar crédito a un inusual protagonismo político del reino de Galicia como entidad propia. Las alianzas y más alianzas pueden explicarse también por su carácter, pero igualmente por la época de debilidad institucional de los reinos peninsulares, en el camino hacia el autoritarismo pero poco asentados aún. A través de su diplomatario también se puede destacar el alto sentido de la justicia, enraizado en la frecuente asociación del rey como juez en la Alta Edad Media, que dispensó a sus súbditos, y ahí sí que se produce una importante inflexión dada su condición de mujer. No cabe duda, pues, de que la reina Urraca representa una de las más fascinantes biografías de la Edad Media castellana, tanto o más por su férreo carácter y por su voluntad de gobierno como por esos amoríos que la han hecho tan famosa. Entre ambos extremos se halla, lógicamente, el verdadero valor de una mujer a la que todavía la Historia no ha hecho justicia.

Bibliografía

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  • ZURITA, J. DE Anales de la Corona de Aragón. (Ed. A. Canellas, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1967-69, 6 vols.)

Autor

  • Óscar Perea Rodríguez