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ReligiónBiografía

Isidoro de Sevilla, San (560-636).

Teólogo, obispo, filólogo, historiador y erudito español, elevado a la santidad por la Iglesia Católica y proclamado, más tarde, Doctor Universal de la Iglesia. Nació en Cartagena (ciudad de la actual Comunidad de Murcia, y a la sazón capital de la provincia romana de la Cartaginense) hacia el año 556, y falleció en Sevilla el 4 de abril del 636.

Vida

Su padre, llamado Severiano, pertenecía a un familia hispano-romana de elevado rango social; su madre, en cambio, era de origen visigodo y, según parece, estaba lejanamente emparentada con la realeza.

Huyendo de la invasión bizantina que se extendió por la Cartaginense a mediados del siglo VI -cuando Cartagena pasó a manos del emperador Justiniano (482-565), en pago a la ayuda que éste había prestado al rey Atanagildo (554-576) en sus luchas contra Agila (¿-554)-, los padres del joven Isidoro se asentaron en Sevilla. Severiano, ufano de preservar intacta su lealtad a su rey y señor natural, no dudó en perder todas las posesiones que tenía en Cartagena, antes de seguir conservándolas a cambio de servir a los nuevos señores bizantinos.

Al poco tiempo de haberse afincado en Sevilla, Severiano y su esposa perdieron la vida, por lo que la educación de todos sus hijos quedó a cargo de Leandro (540-600), el mayor de ellos. Era un hombre culto y religioso que transmitió a su hermano Isidoro, al que educó durante casi tres lustros, su pasión por los clásicos y sus firmes convicciones espirituales. Estas cualidades propiciaron, en el año 578, su nombramiento como obispo metropolitano de Sevilla, sede episcopal en la que habría de sucederle su hermano Isidoro.

Leandro, que alcanzó también la santidad, había abrazado la vida monástica y consagrado todo su patrimonio a la fundación de nuevos conventos. No sólo se ocupó de la educación del pequeño Isidoro, sino también de la crianza y formación de sus otros dos hermanos, Fulgencio (556-630) y Florentina. Fiel a la tradición familiar, ambos se dedicaron también a la vida religiosa: Fulgencio, que alcanzó la dignidad de Obispo de Écija, fue, al igual que sus dos hermanos varones, elevado a los altares; y Florentina profesó en un monasterio sevillano, del que llegó a ser abadesa.

Bajo la tutela de su hermano Leandro, el joven Isidoro se educó en uno de los monasterios que éste había fundado. Pronto demostró un vivo interés por la historia, la literatura y la lengua de la Antigüedad clásica grecolatina, con especial atención a los autores griegos, cuyo idioma logró dominar a la perfección merced a la influencia de los bizantinos asentados en la Península. Dio también muestras de poseer una memoria prodigiosa, así como una serie de rasgos virtuosos que parecían predestinarle a la santidad (se cuenta, por ejemplo, que el aya encargada de su cuidado lo halló un día con un enjambre de abejas alrededor de su boca, sin que ninguna le dañase, lo que se interpretó como una señal divina del poder que habría de alcanzar con sus dotes retóricas y oratorias).

Fue su hermano mayor quien le impuso el hábito monacal y le recibió como hermano en uno de sus cenobios. A partir de entonces, Isidoro se consagró con mayor afán -si cabe- a la lectura y el estudio, con lo que llegó a reunir tal cantidad de conocimientos que, en breve, habría de ser reconocido como el hombre más sabio de su tiempo. Pero esta entrega a la actividad intelectual y especulativa no le distrajo de los problemas sociales y políticos del momento, en los que llegó a implicarse con firmeza y decisión cuando afectaron a sus familiares y, sobre todo, a sus creencias religiosas.

En efecto, al estallar las luchas entre los católicos y los arrianos, Isidoro tomó partido por el catolicismo y se distinguió por la rotundidad con que defendió su fe ante los acólitos del rey Leovigildo (568-586), quien se mostró partidario de la doctrina heterodoxa del antiguo heresiarca griego. El monarca visigodo decretó el destierro del obispo Leandro y la persecución de Isidoro, que llegó a verse seriamente amenazado por los seguidores del arrianismo y creyó prudente alejarse también de la sede hispalense; pero a partir del año 586, con la muerte de Leovigildo y la subida al trono visigótico de Recaredo I (586-601), los arrianos cayeron en desgracia al abjurar de esta herejía el nuevo monarca, quien proclamó públicamente, en un solemne acto celebrado en Toledo el 13 de enero del año 587, su adhesión y la de toda su familia a la Iglesia Católica. De inmediato, Leandro e Isidoro fueron rehabilitados y recibidos gozosamente en Sevilla, donde el mayor de los hermanos volvió a ocupar la sede episcopal, y el menor quedó a cargo del principal monasterio fundado por Leandro.

En su condición de Abad, el joven Isidoro se consagró a la labor de perfeccionar la vida monacal, para lo que estableció severas reglas de disciplina tendentes a potenciar la obediencia y la capacidad de trabajo de los monjes, así como su entrega a la oración y su renuncia a cualquier bien mundano. Según sus propios escritos, el hombre consagrado a la vida monástica ha de asumir que todo lo que tiene y lo que adquiere pertenece a su comunidad; y que está obligado a mantenerla y proveerla constantemente de cuanto necesite, por lo que es forzoso el rechazo de la ociosidad, en aras del trabajo manual y el esfuerzo intelectual.

Lo cierto es que Isidoro, en la práctica, se preocupó más por el desarrollo intelectual que por las labores manuales, hasta el extremo de convertir la biblioteca del Monasterio en la pieza más importante de todo el recinto (después, claro está, de la iglesia). Tanto era su afán de atesorar saberes, que no escatimó recursos para dotar a sus biblioteca de los códices más raros de cualquier libro conocido en su época; y llegó a dictar normas expresas que privilegiaban la lectura y la copia de volúmenes por parte de sus hermanos, a los que obligaba a leer en sus ratos de ocio e, incluso, a escuchar textos leídos en el refectorio, durante las comidas.

Pero, lejos de limitarse a esta labor de dirección, el propio Isidoro contribuyó con su ejemplo a fomentar el trabajo intelectual entre los monjes de su comunidad. Haciendo gala de una capacidad y una fecundidad asombrosa, redactó obras tan ambiciosas como el Libro de los Proemios, en el que dejó una breve introducción a cada uno de los Libros de las Sagradas Escrituras; y completó, asimismo, las célebres Etimologías, una vasta recopilación de todos los saberes de su tiempo, tanto científicos como humanísticos, que puede considerarse como una auténtica "enciclopedia" -avant la lettre- del período histórico conocido más tarde como Transición del Mundo Antiguo al Medieval.

Autor fecundo y polifacético, dedicó además muchas horas a la redacción de obras historiográficas, como las tituladas Historia de los godos, vándalos y suevos, Crónica Mayor y Libro de los varones ilustres. Éstas y otras muchas obras le convirtieron en el sabio europeo más reputado de su tiempo, y le hicieron acreedor, años después, a la honrosa dignidad de Doctor Universal de la Iglesia.

Enfrascado en esta infatigable labor intelectual, en el año 600 Isidoro recibió la noticia de la muerte de su hermano Leandro y, casi simultáneamente, la de su elevación a la cátedra episcopal que éste dejaba vacante. Se convirtió, así, en Obispo de Sevilla, cargo que le permitió extender entre el clero de toda la Diócesis las normas y la mentalidad que había implantado en su Monasterio. Creó, así, una escuela catedralicia en la que los aspirantes a convertirse en sacerdotes recibían una extensa y profunda formación académica, y tomó otras muchas medidas encaminadas a fomentar la cultura del clero, que, en su opinión, era "la porción más escogida de la heredad del Señor".

Su asombrosa capacidad para el trabajo le permitía no descuidar su labor pastoral: recorrió numerosos púlpitos de toda la diócesis, ganando esa fama de elocuente y persuasivo comunicador que hizo recordar su episodio infantil con el enjambre; convocó dos concilios -un en el año 619, y otro en el 625- en los que insistió en promover los valores culturales de la Iglesia; y realizó una esmerada y selectiva labor de depuración entre los sacerdotes de su diócesis, para limpiarla de ministros vacilantes que se dejaban tentar por las nuevas tentativas de penetración del arrianismo en la Península. Fue, en este aspecto, uno de los grandes adalides del Catolicismo, con gestas tan renombradas -ya en sus días- como la conversión de un obispo bizantino que militaba en las filas de eutiquianismo, o el "milagro" por el que le atribuye la confusión mental que le sobrevino a un prelado godo que defendía con ardor la herejía arriana.

Ya consagrado como el príncipe de la Iglesia hispana más respetado del momento, en el año 633 convocó en Toledo un Concilio -el IV Concilio de Toledo- que, presidido por él mismo, tenía por objeto dotar a dicha institución de unas leyes y unas estructuras y jerarquías que garantizasen su continuidad, así como la seguridad del clero seglar y regular. Fue, durante muchos años, el principal referente del resto de los Obispos de la Península, a los que asesoró y aleccionó sin descanso; y se convirtió también en Consejero político de los principales gobernantes del primer tercio del siglo VII, incluidos varios monarcas.

En los años postreros de su vida, sin ceder un ápice a los rigores de la ancianidad, siguió trabajando con el mismo tesón y rigor intelectual que había exhibido en su juventud y madurez (si bien es cierto que, en algunos momentos, llegó a añorar la paz de los años que había pasado consagrado a la vida monástica). Ya estaba próximo a alcanzar la condición de octogenario cuando, a comienzos del año 636, sintió que las fuerzas se le escapaban al tiempo que unas fiebres malignas se apoderaban de su frágil cuerpo, que fue definitivamente derrotado por la muerte el día 4 de abril (fecha en la que la Iglesia conmemora su santidad). Una vez muerto, se supo que había dispuesto que todos sus bienes fuesen repartidos entre los pobres de su diócesis.

Su ejemplo piadoso y, sobre todo, intelectual dejó mucho discípulos, entre los que sobresalió San Ildefonso (607-663), arzobispo de Toledo, quien no se cansó de verter elogios de su maestro.

Obra

En su vasta y fecunda producción, Isidoro de Sevilla se ocupó de las materias más diversas. Escribió textos muy densos de Teología, como De ordine creaturarum y De natura rerum, así como otros volúmenes filosóficos de no memos rigor intelectual, como Libri sententiarum y Differentiarum libri duo.

Ya se han citado más arriba algunas de sus obras históricas, entre las que cabe destacar las tituladas -en latín original- Historia de regibus gotorum, wandalorum et suevorum y Chronica maiora. Además, fue autor de Differentia, Synonyma, Instituonum disciplinae, Proemiorum liber unus, Allegoriae quaedam Sacrae Scriptorum, Laus Spaniae, Proaemia, De ortu et obitu patrum, De numeribis, De nominibus legis et evangeliorum, Quaestiones in Vetus Testamentum, De ecclesiasticis officilis, Regula monachorum, De viris illustribus y De haeresibus.

Pero, sin ningún lugar a dudas, su obra magna fue Originum sive etymologiarum libri XX, un magno compendio, en veinte volúmenes, sobre todos los saberes y las materias imaginables: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, música, astronomía, medicina, derecho, cronología, textos bíblicos, teología, Iglesia, sectas, lenguas, pueblos, lexicología, anatomía, zoología, geografía, arquitectura, agrimensura, mineralogía, pesas, medidas, agricultura, artes bélicas, juegos, navegación, edificios, alimentos, bebidas y herramientas.

Los veinte libros que conforman este obra monumental, ordenados por San Braulio (590-651) -otro de los ilustres discípulos de San Isidoro de Sevilla-, dejan entrever un ambicioso proyecto enciclopédico, concebido como un intento de dar explicación a cuantas realidades estaban presentes en la vida de un hombre culto del siglo VII. Sin embargo, a partir del libro VI la obra va perdiendo este plausible aliento enciclopédico para acabar convirtiéndose en una mera recopilación de saberes etimológicos.

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.