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LiteraturaBiografía

Ibsen, Henrik (1828-1906).

Dramaturgo y poeta noruego, nacido en el puerto de Skien el 20 de marzo de 1828 y fallecido en Christiania (actualmente, Oslo) el 23 de mayo de 1906.

Autor de una extensa y fecunda producción teatral que, a partir del débil influjo de los últimos vagidos románticos, evoluciona a través de las grandes corrientes literarias europeas de la segunda mitad del siglo XIX (realismo, naturalismo y Simbolismo), supo crear un modelo universal de personaje dramático (el "personaje ibseniano") que, acorde con las inquietudes y vivencias del hombre de su época, se debate continuamente entre sus propias contradicciones, inmerso en un profundo proceso de introspección psicológica. Con estos personajes en constante conflicto con sus propias conciencias y con las críticas de la sociedad contemporánea (y acuciados por la gravedad de ciertos acontecimientos de su pasado que, al ir saliendo a escena, precipitan el estallido de la tensión dramática), Henrik Ibsen concitó poderosamente sobre su producción teatral la atención de críticos y espectadores de todo el mundo, dictaminó el anunciado final del viejo melodrama romántico, y abrió la puerta de la escena occidental a los grandes dramas del siglo XX, en los que la influencia del escritor noruego suele desempeñar un papel determinante. De ahí que en casi todos los manuales literarios de las diferentes culturas europeas Ibsen aparezca citado como el primer autor que, por medio de sus piezas realistas sustentadas en la problemática social y psicológica de los personajes, dio lugar al nacimiento del drama moderno.

Vida

Nacido en el seno de una familia burguesa acomodada -su padre era un próspero comerciante de la ciudad portuaria en la que vino al mundo el futuro escritor-, creció, empero, rodeado de grandes dificultades económicas, ya que el floreciente negocio de su progenitor quebró al poco tiempo de haber nacido Henrik. Su infancia, pues, se desarrolló en medio de una pobreza vergonzante que le condujo hasta situaciones de marginación social a las que estaba poco habituada su familia; y así, a los dieciséis años de edad se vio forzado a abandonar sus estudios para aceptar un primer empleo como mancebo de botica en la ciudad de Grimstad, oficio que desempeñó durante un lustro (1844-1849) con la esperanza de ir preparándose para afrontar los estudios de medicina que deseaba realizar en la capital.

Por aquel tiempo, esta vocación médica que alentaba los pasos del joven Henrik no era obstáculo para que, simultáneamente, fuera naciendo en él un firme propósito de dedicarse también al cultivo de la creación literaria. Así las cosas, a los veinte años de edad concluyó su primera pieza teatral, Catilina (1848), un apasionado drama de acusado corte romántico que, muy influido por la escritura del alemán Johann von Schiller, mostraba sus confusas preocupaciones juveniles en grandes dosis de parlamentos metafísicos que no lograban ocultar la inmoralidad de los protagonistas. En 1850, cuando esta opera prima de Ibsen pasó por la imprenta, el joven dramaturgo de Skien ya había afrontado la redacción de su segunda pieza teatral, Kaempehøjen (El túmulo del héroe, 1850), que enseguida se convirtió en su primera obra que era llevada a escena y, a la vez, en la razón definitiva para el abandono total de esos estudios de medicina que, durante un solo curso, había realizado en la Universidad de Christiania. Dicho texto -traducido también al castellano bajo el título de La tumba del guerrero- fue estrenado por Ibsen bajo el pseudónimo de Bryniolf Byarne, y dio pie a una serie de obras primerizas del joven dramaturgo centradas en el pasado histórico y legendario de los pueblos escandinavos, todas ellas compuestas en su nueva residencia de Bergen.

En efecto, su firme vinculación al mundo de la escena propició que, en 1851, el escritor de Skien fuera nombrado asistente de Ole Bull, director de escena del recién creado Norse Theater de Bergen (Teatro Nacional de Bergen), donde muy pronto compartió sus funciones de ayudante de dirección con las de "poeta doméstico" (es decir, autor que escribía textos, arreglos y adaptaciones para la institución que le tenía contratado). Allí permaneció desde 1851 hasta 1857, período de tiempo en el que adquirió una notable experiencia en todos los aspectos relacionados con el Arte de Talía, ya que intervino en el arreglo de unos ciento cincuenta dramas y escribió una obra original cada año. Además, en el cumplimiento de sus funciones entraba la obligación de visitar los principales teatros de algunos de los países vecinos de Noruega, con el fin de conocer las nuevas tendencias literarias y dramáticas que florecían en Europa; fue así como Ibsen recorrió, en viajes de trabajo y estudio, Dinamarca y Alemania, donde adquirió una amplia experiencia que luego habría de tener reflejo no sólo en sus labores como director de escena, sino también en su propia producción teatral.

Durante su prolongada estancia en Bergen, Ibsen conoció a la joven Rikke Holst, con la que selló un compromiso matrimonial lanzando ambos sus anillos al mar, en un romántico episodio que luego dejaría un eco biográfico en su obra titulada La dama del mar. Pero el padre de la novia, enterado del acuerdo, se opuso con firmeza a las relaciones entre ambos jóvenes hasta que logró la ruptura formal del compromiso.

El paso de Ibsen por ese teatro de Bergen -en el que acabó siendo director- fue tan decisivo para su propia peripecia vital (pues, al margen de la anterior aventura amorosa, allí conoció a Susanna Thorensen, la hija de un clérigo con la que contraería nupcias en 1858) como para su incipiente trayectoria literaria, que cobró un impulso definitivo al tener en todo momento a su alcance un lugar idóneo para llevar a escena las nuevas creaciones del dramaturgo. Allí estrenó, en efecto, otras cuatro piezas teatrales calificadas posteriormente por la crítica como "nacional-románticas", obras que, al margen de su mayor o menor calidad literaria, revelaban ya el dominio y la seguridad que Henrik Ibsen -que aún no había cumplido la treintena- había alcanzado en el cultivo del género dramático. Entre estas piezas -consideradas hoy como "menores" al lado de sus espléndidas obras de madurez- sobresale por encima de todas la titulada Fru Inger til Østraat (La señora Inger de Østraat, 1855), un drama en prosa que, claramente tributario del estilo artificioso, recargado y pseudohistórico del francés Eugéne Scribe, lleva a las tablas una oscura intriga complicada con turbias pasiones amorosas. Las restantes piezas teatrales que Ibsen estrenó en el Norse Theater de Bergen son las tituladas Una fiesta en Solhang (1956), Olaf Liljekrans (1857) y Los guerreros de Helgeland (1858), en la que puso en escena al personaje legendario de Ornulf para recuperar la antigua tradición de las sagas islandesas.

A partir de 1857, la experiencia literaria y dramatúrgica que Ibsen había ido adquiriendo en la dirección del Norse Theater le condujo hasta el cargo de director de un pequeño teatro de Christiania (Oslo), donde el joven autor de Skien permaneció durante cinco años, enfrascado en una constante actividad creativa que, al hilo de las nuevas corrientes literarias procedentes del resto de Europa, iba perdiendo el lastre romántico de su etapa inicial para dar paso a los primeros atisbos de hondura psicológica. Ello quedó bien patente en las obras que concluyó al término de este nuevo período como director teatral, entre las que conviene recordar las tituladas La comedia del amor (1862) y Los pretendientes al trono (1863). Comenzaba a perfilarse, en estas piezas, el ya aludido "personaje ibseniano", capaz de demostrar a lo largo de la representación que, en medio de sus violentas contradicciones y de las culpas que arrastra su pasado, los peores enemigos suyos residen en su propio interior. Al mismo tiempo, estas obras ponían sobre la escena las dudas de Ibsen sobre la autenticidad de sentimiento amoroso, alimentadas por el reciente fracaso de su matrimonio con Susanna Thorensen.

La quiebra del teatro que dirigía en Christiania (que no era sino la reedición de la ruina que había acabado también con el Norse Theater de Berger) sumió al escritor en una grave crisis económica que le obligó a subsistir durante varios meses envuelto en unas penosas condiciones materiales que se aproximaban mucho a la indigencia. Merced a una espontánea subscripción popular -pues Ibsen gozaba ya de un caluroso afecto entre el público teatral noruego-, consiguió ahuyentar momentáneamente la miseria, de la que escapó de forma definitiva cuando, en 1864, el gobierno de Noruega le concedió una beca que le permitió abandonar el país e instalarse en territorio italiano. Desde entonces hasta 1891, el escritor de Skien vivió fuera de su país, al que sólo realizó dos breves visitas; a pesar de ello, el Storting ('parlamento noruego') le concedió una pensión anual que hizo posible su prolongado extrañamiento, primero en Italia y luego en Alemania (Roma, Dresde, Munich y nuevamente Roma), donde compuso algunas de las obras teatrales más brillantes de la literatura dramática universal. Conoció también en su exilio voluntario a otras mujeres que, como Helene Raff y Emilie Bardag, dejaron un nítido poso en su vida y en su obra.

El prestigio internacional alcanzado tras los estrenos de sus piezas maestras propició que Henrik Ibsen fuera ya un hombre rico y respetado -condecorado y galardonado en numerosos países- cuando regresó a Noruega en 1891, para establecerse el que habría de ser su último domicilio en Chistiania. Tras escribir y estrenar todavía algunas obras que no eran sino el testimonio de un mundo que se derrumbaba (ya expresado en los rigores de su propia vejez y los presagios de su muerte, como en la pieza titulada John Gabriel Borkmann, de 1896; o ya reflejado en el ocaso de la burguesía decimonónica ante el albor del nuevo siglo, como queda patente en Cuando despertemos de entre los muertos, de 1899), el dramaturgo de Skien cayó víctima de una penosa dolencia que le dejó prácticamente inválido, de resultas de lo cual vino a incurrir durante sus años finales en un largo período de inactividad creativa que hizo reaparecer en su vida el fantasma de las adversidades económicas. Tras varias crisis de extrema gravedad, dejó de existir en la capital noruega el día 23 de mayo de 1906. En 2006, año del primer centenario de su muerte, se organizaron en todo el mundo diversos actos en su honor, entre ellos, la celebración de un Festival Ibsen en el Teatro Nacional de Noruega.

Obra

Primera etapa: El "poeta conservador"

Sumido en un profundo estado de tristeza que se agravaba por la soledad en que se veía envuelto a raíz de su ruptura matrimonial, Ibsen llegó a Italia en 1864 para inaugurar -todavía sin saberlo- su primera gran etapa de esplendor creativo. Dos años después, tras haber sentido un repentino rapto de inspiración mientras contemplaba la basílica de San Pedro en Roma, concibió el drama Brand (1866), un largo poema dramático que, al igual que su obra inmediatamente posterior (titulada Peer Gynt, y escrita al año siguiente), no estaba destinada en un principio a ser llevado a las tablas. Pero, a la postre, la fuerte vinculación que unía ya Ibsen con el lenguaje escénico le animó a presentar estas piezas como dos obras dialogadas en verso, con lo que pasó a convertirse -para la crítica especializada de su tiempo- en el gran continuador del legado de los antiguos "dramaturgos-poetas". Desde esta imprecisa -aunque, a la sazón, ajustada al tenor de las obras que estaba estrenando Ibsen- catalogación, el escritor nórdico quedó encasillado también como el gran "poeta conservador" de las Letras noruegas de mediados del siglo XIX, frente a la tendencia literaria radical que encabezaba su compatriota, el poeta, narrador y dramaturgo de Kvikne Bjørnstjerne Bjørnson.

En Brand, Ibsen encarnó el tipo trágico del protagonista que busca constantemente lo absoluto en un sacerdote que, por exceso de celo en sus convicciones morales, acaba conduciendo a la ruina a toda su familia (con distintas variantes, este paradigma de iluminado obsesionado por la "busca del absoluto" habría de reaparecer en otras muchas obras del escritor de Skien). Un año después, el estreno de Peer Gynt vino a causarle un duro contratiempo en sus todavía intactos sentimientos patrióticos, pues los espectadores noruegos recibieron con sorna y acritud a un protagonista holgazán e inmaduro con el que se negaban a identificarse (cuando Ibsen esperaba, en cambio, obtener de sus compatriotas su definitivo reconocimiento como el gran poeta nacional de la época, ya que había elaborado una espléndida fantasía sobre algunos de los temas y motivos más populares de las leyendas nórdicas). En este drama en verso compuesto de cinco actos, Henrik Ibsen presenta a un joven fanfarrón y despreocupado que, siguiendo siempre la máxima de "sé tu mismo", vive en un mundo extraño en el que tanto él como los que le rodean acaban confundiendo la realidad y la fantasía. Inmerso en una rocambolesca serie de aventuras que, en la línea de las fábulas populares noruegas, le llevan a vivir como un troll ('espíritu del bosque') y no como el ser humano que se supone que es, Peer Gynt visita los países más remotos y acumula las más variadas experiencias hasta que, ya viejo y fatigado, regresa a su patria para morir allí dulcemente, mecido por la nana que le canta la mujer cuyo amor sincero despreció para poder emprender libremente sus aventuras.

En realidad, la crítica y los espectadores noruegos no supieron penetrar con lucidez en el sombrío simbolismo de lo que no era otra cosa que una fantástica y amena sátira -bien es verdad que urdida en un plano alegórico- de lo que podía llegar a conseguir, valiéndose de sus encantos, un oportunista como Peer Gynt. En cualquier caso, el repudio que causó esta pieza en Noruega, unido a que Brand no se estrenó hasta 1885 y sumado todo ello al relativo fracaso que cosechó su siguiente entrega dramática (El emperador y Galileo, escrita entre 1864 y 1873), sumió a Ibsen en un nuevo proceso depresivo que estuvo a pique de hacerle abandonar su profesión de dramaturgo para relegarle al oficio de fotógrafo. Al igual que ocurría en Brand, Kejser og Galilaeer (El emperador y Galileo) presentaba los catastróficos efectos que puede causar la severidad religiosa cuando se lleva hasta su extremo más riguroso, ahora plasmados en una bella contraposición entre el paganismo y el cristianismo.

En este mismo período inicial de Ibsen como "dramaturgo poeta" o "poeta nacional noruego" pueden encuadrarse algunas de sus obras primerizas citadas en parágrafos anteriores, como Kjærmændene p·a Helgeland (Los guerreros de Helgeland, 1858) -en la que exhibió por vez primera su dominio de la denominada "técnica analítica", consistente en la reconstrucción de unos hechos del pasado, reales y psicológicos, en el curso de una acción progresiva que los explica al mismo tiempo que los condiciona-; Kongsemnerne (Los pretendientes al trono, 1863), sin duda alguna su mejor drama histórico acerca del pasado noruego; y sus dos desiguales comedias: Kjærlighetens Komedie (La comedia del amor, 1862) -que no pasa de ser una vulgar historia amorosa que podría haber dado lugar al libreto de cualquier ópera bufa-, y De unges forbund (La unión de la juventud, 1869) -una entretenida comedia de intriga que, ambientada en la situación política contemporánea, le permitió evadirse de sus frustradas inquietudes religiosas y metafísicas para centrarse en la crítica positivista de la insignificante realidad de la vida cotidiana.

Durante esta primera etapa de su trayectoria literaria, Ibsen trabajó también en la redacción de numerosas composiciones líricas que quedaron recogidas en un volumen publicado en 1871 bajo el título genérico de Poemas. En general, se trata de una colección de versos románticos de gran calidad, equiparables -por su tono y contenido- a las composiciones románticas del alemán Heinrich Heine.

Segunda etapa: El "dramaturgo radical"

A comienzos de los años setenta, el gran crítico y biógrafo danés Georg Brandes pronunció una famosa conferencia en la que tomaba como ejemplo explícito el drama Brand, de Ibsen, para censurar los excesos moralizantes del teatro romántico, esa retórica grave pero estéril, cargada de un pretencioso trascendentalismo que, en contra de lo que pretendía conseguir, se alejaba cada vez más de la realidad inmediata del ser humano. El discurso de Brandes, que en 1871 postulaba la necesidad de activar una literatura moderna capaz de alcanzar los objetivos a los que no había llegado la ya desgastada estética romántica, provocó en la trayectoria dramática de Ibsen un brusco viraje hacia el realismo: a partir de entonces, el escritor noruego sólo habría de componer obras en prosa protagonizadas por hombres y mujeres muy semejantes a los que poblaban su entorno, seres tomados de un mundo real que se veían afectados por los problemas y alegrados por las satisfacciones habituales de la vida cotidiana.

Surgió así, como punto de arranque de esta nueva etapa realista, la obra titulada Samfundets Støtter (Los pilares de la sociedad, 1877), una severa crítica contra la hipocresía que, centrada en el tema de los fraudes comerciales protagonizados por un negociante sin escrúpulos, constituye también un sincero elogio del individualismo. Pero la gran irrupción del dramaturgo noruego en el panorama teatral universal tuvo lugar dos años después, a raíz del estreno de una de sus obras maestras que pronto habría de hacerle célebre en todo el mundo. Se trata de Et Dukkehjem (Casa de muñecas, 1879), un clamoroso alegato feminista lanzado por Nora, una mujer que decide asumir su propia autonomía cuando comprueba que, para su marido y para toda la sociedad burguesa que rodea a ambos, no es más que una muñeca decorativa.

El rotundo éxito de crítica y público cosechado por el estreno de Casa de muñecas animó a Ibsen a componer otras muchas piezas de idéntico tono realista y, lo que era más sorprendente si se tiene en cuenta su anterior producción, igual de progresistas y renovadoras que la que había puesto sobre las tablas la historia de Nora. Desde su antiguo encasillamiento en el puesto de poeta nacional-conservador, Ibsen dio un salto radical para convertirse en un valiente dramaturgo iconoclasta que cuestionaba en sus obras las convenciones sociales y los valores modales de la burguesía de su tiempo. Brotaron, pues, de su pluma algunos títulos tan relevantes como Gengangere (Espectros, 1881) -que aborda con valentía, tomando como pretexto los temas de la locura hereditaria y el conflicto generacional, la moral sexual de la época- y En Folkefiende (Un enemigo del pueblo, 1882) -un bello alegato en defensa de la libertad de expresión-. La maestría que, a esas alturas de su carrera dramática, había adquirido Ibsen en la impecable construcción de sus obras se hizo patente en todas estas piezas, consideradas (al margen de sus excepcionales valores ideológicos) como modelos universales de estructuras dramáticas técnicamente perfectas. De ahí que el público que aplaudió a rabiar todos estos estrenos de Ibsen mostrara su satisfacción no sólo con los mensajes derivados de unos contenidos de extraordinaria solidez intelectual, sino también con la construcción teatral de unas obras que, en su magnífica adecuación al lenguaje escénico, permitían el lucimiento de actores, directores, auxiliares y cuantas personas intervenían en sus montajes. Por lo demás, el profundo estudio psicológico que llevó a cabo Ibsen a la hora de construir los personajes que protagonizan estas obras de su segunda etapa permitió que las radicales propuestas de algunos de ellos fueran asumidas sin dificultad por un público rendido ante la extraordinaria coherencia con que se exponían sobre el escenario los planteamientos más progresistas.

Un cierto giro en su rumbo iconoclasta se advirtió en los estrenos de los dos dramas que siguieron a Un enemigo del pueblo, titulados Vildanden (El pato salvaje, 1884) y Rosmersholm (La casa de Rosmer, 1886). Consideradas por buena parte de la crítica universal como las dos mejores obras teatrales de Ibsen, estas nuevas entregas no constituían ya parte de ese llamamiento a la acción social plasmado en Espectros y Un enemigo del pueblo, sino que optaban claramente por indagar en las relaciones personales establecidas entre los protagonistas y, sobre todo, en remover su pasado hasta revelar las causas de todas las inhibiciones y frustraciones que exhibían sobre la escena. Tendió, pues, Ibsen hacia la introspección psicológica, aunque la extraordinaria complejidad de la atmósfera de misterio que creó en estas obras no era siempre de índole psíquica, ya que el autor recuperó parte de su antigua visión poética y enriqueció la elaboración de sus personajes con innúmeros detalles misteriosos que daban pie a un sinfín de interpretaciones simbólicas.

Desde estos nuevos planteamientos, en El pato salvaje Ibsen planteó la necesidad de conservar algunas falsas ilusiones cuya pérdida total llevaría al hombre a sucumbir víctima de la presión ambiental y las convenciones sociales. Dos años después, La casa de Rosmer llevó a escena las contradicciones y el desamparo de los intelectuales radicales que, en su esfuerzo por transitar por los senderos progresistas iluminados por su propio intelecto, tropezaban con los obstáculos ciegos del instinto, de los que no acertaban a liberarse plenamente.

En esta nueva línea abierta por El pato salvaje y La casa de Rosmer se sucedieron otras muchas obras de plenitud creativa de Ibsen, como las tituladas Fruen ved Havet (La dama del mar, 1888), en la que Ibsen expuso un concepto de pareja y familia opuesto a todas las convenciones de su tiempo; Hedda Gabler (1890), una grotesca interpretación de la idea nietzscheana del superhombre, encarnada aquí en una "supermujer" de la alta burguesía que, en su confusión mental, acaba despeñándose hasta el suicidio; Bygmester Solness (El constructor Solness, 1892), donde todos los rasgos naturalistas han desaparecido para dar paso a un teatro simbolista que asimila las grandes aportaciones de otros maestros contemporáneos como el ruso Chéjov, el sueco August Strindberg y el belga Maurice Maeterlinck; y Lille Eyolf (El pequeño Eyolf, 1894), una pieza extraña dentro de la producción teatral de Ibsen, que relata una historia sencilla ambientada en un espacio nebuloso en el que los personajes parecen moverse como piezas integrantes del vasto dominio de la naturaleza (el espectador asiste, por lo demás, a una desconcertante transición entre una historia de amor materno y conyugal y una desesperada misión humanitaria de rescate).

Ya en su vejez, establecido nuevamente en Noruega, Ibsen estrenó -como se ha apuntado anteriormente- John Gabriel Borkman (1896) y Naar vi døde vaagner (Cuando despertemos de entre los muertos, 1899), obras teñidas de oscuras premoniciones de la muerte y cargadas de nítidas referencias autobiográficas que habían comenzado a asomar en algunas piezas inmediatamente anteriores, como Hedda Gabler (1890) -donde el autor noruego recordaba algún episodio amoroso de su juventud- y El constructor Solness (1892). En esta última obra y en Cuando despertemos de entre los muertos, Ibsen trazó un sombrío panorama sobre esos héroes que, destinados como él mismo a ser artesanos creadores, deben pagar un precio muy alto por dedicarse en exclusiva a las exigencias de su vocación.

Valoración, difusión e influencias

Desde el último cuarto del siglo XIX, el teatro de Henrik Ibsen se convirtió en un modelo clásico aceptado con regocijo por la crítica, el público y los autores dramáticos de toda Europa Occidental. Aunque el estreno de Brand le había hecho célebre en las naciones escandinavas, fue a partir de 1870, con su giro radical hacia el tratamiento realista de los problemas cotidianos, cuando sus obras comenzaron a ser admiradas en Alemania, donde nació un creciente prestigio literario en torno a su figura de dramaturgo que pronto se extendió a Gran Bretaña y de allí al resto del continente (a los Estados Unidos su fama llegaría en la década siguiente).

En España, la primera versión en castellano de una obra de Ibsen (Un enemigo del pueblo) se estrenó en el teatro Novetats de Barcelona el día 14 de abril de 1893, en una función que gustó a la crítica y el público asistente, aunque sin llegar a despertar el entusiasmo que el dramaturgo noruego había generado en otros escenarios europeos. Sin embargo, la influencia de Ibsen pronto se dejó notar en las obras de los principales dramaturgos españoles de finales del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria, como José Echegaray, Jacinto Benavente y Benito Pérez Galdós.

El citado Georg Brandes, desde su enorme prestigio como crítico en todo el ámbito de las Letras nórdicas, defendió con entusiasmo la obra teatral de madurez de Henrick Ibsen, empeño en el que coincidió con el escritor irlandés George Bernard Shaw, quien difundió la obra del dramaturgo noruego por los principales foros culturales del Reino Unido. Para el genial autor italiano Luigi Pirandello, Ibsen figura en los puestos cimeros de la literatura dramática universal, inmediatamente detrás de William Shakespeare; y el no menos genial August Strinberg, que influyó con algunas de sus obras en la etapa final del propio Ibsen, reconoció que en su producción teatral había también un notable influjo del dramaturgo noruego. Otros grandes escritores dramáticos que estrenaron sus obras ya en el siglo XX, como el británico John Galsworthy, el alemán Gerhart Hauptmann y el estadounidense Eugene O'Neill forjaron sus primeras obras a partir del espléndido legado universal que dejó impreso Henrik Ibsen.

Obras principales

Casa de muñecas (1879)

Drama en prosa, compuesto de tres actos, que presenta los problemas matrimoniales de Nora, una mujer que en el pasado falsificó la firma de su padre para obtener un préstamo de Krogstad, con el fin de destinar el dinero a combatir la enfermedad de Helmer, su marido. Las vicisitudes económicas de Nora (que ha trabajado en secreto durante varios años, sin lograr por ello saldar la deuda contraída) parecen solucionarse cuando Helmer es ascendido a director de la entidad bancaria donde trabaja, en la que también presta sus servicios Krogstad; pero éste, movido por el deseo de que Nora propicie su ascenso laboral, comienza a chantajear a la mujer con la amenaza de revelar a Helmer el secreto de la deuda. El nuevo director, que estaba empeñado en despedir a Krogstad, se entera por fin de todo lo ocurrido en el pasado con relación al préstamo y, en vez de arremeter contra el prestamista, reacciona injustamente contra su mujer, pues cree que el pacto secreto entre ella y Krogstad podría levantar murmullos acerca de su matrimonio. Nora, ante la mezquindad de que ha hecho gala su esposo -quien, en lugar de agradecerle sus desvelos, sólo se ha mostrado preocupado por su buen nombre-, acaba abandonando el hogar familiar, dispuesta a convertirse a partir de entonces en el único timón de su propia existencia; ha descubierto que, hasta ahora, sólo había sido una muñeca decorativa.

Espectros (1881)

Drama en prosa, compuesto de tres actos, que se abre con la inauguración de un orfanato mandado construir por Elena Alving en memoria de su desaparecido esposo. En esta ceremonia toman parte Oswald, un hijo de Elena que acaba de regresar de París, y el pastor Manders, un hombre enamorado de Elena que se escandaliza por las alabanzas pronunciadas por Oswald a propósito de la vida libre y despreocupada que ha conocido en la capital francesa. Sin embargo, la mujer no se sorprende ante el discurso de su hijo, ya que su esposo había llevado durante muchos años una vida disoluta que fue la causa del fracaso de su matrimonio. Oswald, que ignora esta conducta disipada de su padre, no desconoce en cambio que ha heredado de éste la grave enfermedad mental que le amenaza; pero cree que el amor que siente hacia Regina puede salvarle de caer en la locura. Su madre se ve entonces forzada a informarle de que Regina es su propia hermana, lo que provoca el abandono de la casa por parte de la joven y la destrucción definitiva de las vidas de Oswald y Elena: sin atreverse a suministrarle el veneno que le tenía prometido, la madre contempla -atenazada por el horror y la impotencia- los primeros raptos de locura que comienza a padecer su hijo.

El pato salvaje (1884)

Drama en prosa, compuesto de tres actos, que presenta a una familia pobre alojada en una humilde buhardilla, y compuesta por el padre Hjalmar Ekdal, la madre Gina, la hija Edvige y el viejo abuelo, padre de Hjalmar. Al enterarse por boca de Gregorio Werle, el hijo del antiguo amante de Gina, de que su esposa tuvo, mucho tiempo atrás, una relación adúltera, Hjalmar tiene el convencimiento de que Edvige no es hija suya, sino que es fruto de las relaciones extramatrimoniales de su esposa. La muchacha, en un intento desesperado por recobrar el amor que ahora le niega su padre, sube al tejado de la casa e intenta capturar un pato salvaje, pensando que esta muestra de determinación tocará las fibras más sensibles del corazón de Hjalmar. Pero Edvige cae del tejado y muere, sin que este hecho dramático baste para hacer reaccionar al atribulado esposo, que parece preferir haber seguido viviendo con la mentira; queda, en la casa, el pato herido, que se convierte en el símbolo del hombre resentido que no soporta el conocimiento de la verdad.

La dama del mar (1888)

Drama en prosa, compuesto de tres actos, que lleva al escenario los temores, deseos e inquietudes de Ellida, una mujer que, mucho tiempo atrás, se entregó enamorada al Forastero, quien luego desapareció sin dejar rastro. Ella sigue esperando sin sosiego su regreso, a pesar de que ahora vive casada con Wangel, un médico que la ha llevado a vivir, en compañía de las hijas que tuvo en otro matrimonio, a una casa junto al mar. Ellida, que no ama a Wangel, se siente misteriosamente atraída por el océano, tal vez porque a través de sus aguas espera el retorno del Forastero. Cuando éste, finalmente, aparece dispuesto a llevársela consigo, Wangel -que, como era de esperar, en un principio se opone a la marcha de Ellida- opta por conceder a su esposa la libertad de elegir entre quedarse junto a él o desaparecer en compañía del Forastero. Y es este reconocimiento de su libertad de elección lo que acaba de golpe con la angustia y la insatisfacción de Ellida: al sentirse capaz de gobernar su propio destino, la mujer rechaza al anhelado Forastero, quien vuelve a alejarse de su lado -esta vez, para siempre-, pero ahora llevándose consigo la desazón en que vivía la mujer.

JRF

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.