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HistoriaPolíticaBiografía

Felipe IV. Rey de España (1605-1665)

Retrato de Felipe IV, realizado por Velázquez en 1623. Museo del Prado (Madrid).

Rey de España, nacido en Valladolid el 8 de abril de 1605 y muerto en Madrid el 17 de septiembre de 1665. Hijo mayor de Felipe III y de Margarita de Austria, reinó en España desde 1621 hasta su muerte a los 60 años de edad. Aunque hay que decir inmediatamente que reinó, mas no gobernó, siendo esta labor ejercida desde el comienzo de su reinado por el célebre valido Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde-Duque de Olivares. Privado del rey hasta 1643, Olivares fue sustituido en el cargo a partir de ese año por el más discreto y mucho menos ambicioso Luis Méndez de Haro, sobrino del anterior y dueño de las riendas del estado hasta el fin del reinado.

La costumbre de contar con validos que se hicieran cargo del gobierno, iniciada por Felipe III, se presentó como inevitable para el nuevo rey muy tempranamente, al ser éste un hombre más bien frágil, tímido e introvertido desde su niñez, y más inclinado a las cosas de la cultura que a los asuntos de la política. Si bien mostró con el tiempo una gran dedicación a la parte burocrática del gobierno, y no le faltó en ningún momento un conocimiento preciso de la situación del Estado, sus capacidades estuvieron siempre del lado del mecenazgo cultural y las cuestiones mundanas. Hombre poco enérgico, Felipe IV abandonó en manos de sus privados la gestión y toma de decisiones, reservándose para sí, por ejemplo, el cultivo de la amistad con pintores como Velázquez o Rubens, la excelencia como jinete, cazador, experto en armas, o la entrega a múltiples aventuras amorosas. Varios hijos naturales, de los que sólo reconoció a don Juan José de Austria, resultaron de estas actividades regias. La construcción de los Jardines del Retiro (véase: Palacio del Buen Retiro), en la que llegaron a trabajar cerca de mil obreros de día y de noche, con sus palacetes, sus edificios oficiales y de recreo, el lago y su impresionante teatro flotante, se inició en 1630 por iniciativa del rey. Y a su gusto por las artes se debió igualmente el que la obra de Calderón, Lope de Vega, Quevedo o Góngora, asiduos a la corte, alcanzara la máxima difusión e influencia dentro y fuera del país.

Su primer matrimonio tuvo lugar en 1615, y se prolongó hasta la muerte de su esposa, Isabel de Borbón, hija de Enrique IV de Francia, acaecida en 1644. Contaba en el momento de la boda el que más tarde sería Felipe IV diez años de edad, y su esposa seis. La unión no pudo consumarse hasta cinco años después del real enlace. De ella nación la primera descendencia del monarca: María Teresa, casada posteriormente con Luis XIV de Francia, y Baltasar Carlos, muerto siendo aún un niño. Tras la muerte de la reina, contrajo Felipe IV segundas nupcias, esta vez con su prima Mariana de Austria, de la que tuvo tres hijos más: Margarita, que luego fue emperatriz de Austria al casarse con Leopoldo I; Felipe, muerto prematuramente; y, el que sería heredero de la corona, Carlos II, tildado de enfermizo y apodado el Hechizado.

La característica más importante de Felipe IV como hombre de Estado, fue, sin duda, su falta de capacidad resolutiva, imprescindible para tomar decisiones de importancia. Muerta su madre, la enérgica reina Margarita, cuando él tenía sólo seis años, y llegado al trono con apenas dieciséis, tras la súbita muerte del padre, el nuevo monarca contó ya desde los ocho años con el tutelaje del Conde-Duque de Olivares, su gentilhombre de cámara. Ambicioso, firme y con una idea precisa del Imperio de España, el futuro valido dispuso ya en esa época tan temprana de la frágil voluntad del príncipe. En términos históricos, es por tanto el reinado de Felipe IV, y no el rey Felipe IV, lo importante en el proceso de transformación de la nación y su papel en el continente, proceso a la cabeza del cual se situó el privado Olivares y no el rey.

El reinado de Felipe IV

Política interior

Inmediatamente después de llegado al trono el nuevo rey, y a la privanza su valido, se iniciaron una serie de espectaculares procesos por corrupción a los políticos de la etapa anterior. Deseoso de regenerar el estado, percibido, y no sin razón, por todos como una institución llena de hombres venales e ineficaces por decadentes, Olivares dio comienzo a una política de saneamiento moral e institucional, tendente a la recuperación de un Estado que, al igual que en la generación anterior, seguía viéndose destinado a trascendentales designios. En efecto, el adalid de la Cristiandad y la ortodoxia fuera, comenzó dentro del país a depurar los mecanismos de la maquinaria de gobierno antes de lanzarse a la conquista de la hegemonía exterior. El duque de Lerma, primer valido de Felipe III, se libró de ir a prisión por su recién adquirida dignidad de cardenal, pero fue multado y desterrado de la corte; el duque de Uceda, hijo del anterior, y también privado del rey, pasó dos veces por la cárcel; a fray Luis de Aliaga, confesor de Felipe III, se le trasladó; el duque de Osuna, junto con sus criados y amigos -entre éstos últimos, un defraudado y resentido Quevedo-, sacado por la fuerza de su residencia y también encarcelado. Por último, y produciendo un gran impacto popular, un personaje bastante odiado, Rodrigo Calderón, acabó ejecutado en octubre de 1621.

Las sucesivas epidemias de peste, las malas cosechas, y el importante descenso en las importaciones de metales preciosos procedentes del Nuevo Mundo, hicieron más dramática aún la sangría en hombres y dinero que el mantenimiento del Imperio exigía. La política de lucha contra la corrupción y de austeridad (al menos, de moderación en el gasto), tanto pública como privada, emprendida por el Conde-Duque, despertó un cierto entusiasmo al pretender hacer más eficaz el Estado para poder seguir ejerciendo -y ampliando- su papel de potencia católica imperial. El éxito de la empresa regeneradora fue, sin embargo, más bien escaso. Los tres grandes apartados de que se ocuparon los famosos Memoriales, algo así como el programa de la reforma política impulsada por el valido del rey, abordaron una reforma administrativa, una reforma socioeconómica y una más ambiciosa (y, a la larga, fatalmente determinante en el proceso de decadencia de la monarquía hispánica) reforma constitucional.

Felipe IV coronado por Olivares. Juan Bautista Mayno.

La novedad más significativa en el terreno institucional fueron las Juntas, comisiones especializadas en distintas ramas de la actividad socioeconómica del país y teóricamente formadas por peritos en cada una de las materias que sustituyeron a los Consejos; hasta un total de diecisiete, estas Juntas se bautizaron con los siguientes nombres: Ejecución, Armada, Media Anata, Papel Sellado, Donativos, Almirantazgo, Sal, Minas, Presidios, Poblaciones, Competencias, Obras, Bosques, Limpieza, Aposentos, Millones y Reformación de las Costumbres. Se promulgaron normas para reducir a una tercera parte el número de cargos municipales; se ordenó a los grandes señores que limitaran el número de coches, la plantilla de criados a su servicio -con el fin de que pudieran emplearse en el campo y la industria-, se impusieron restricciones a los excesos de la moda en el vestir, etc. En éste último ámbito se llegaron a confiscar blondas, sedas y encajes. Para combatir la despoblación, se fomentaron los matrimonios, librándoles de ciertos impuestos, y aumentando, al mismo tiempo, las cargas sobre los solteros con más de 25 años. En el mismo sentido, se prohibió emigrar sin licencia real. La mayoría de las medidas, sin embargo, no pasaron del umbral de las buenas intenciones. "Al cabo de tres años -escribe Elliot- no quedaba del gran panorama de reforma más que la modesta realización de la abolición de la gorguera". En general, las nuevas instituciones se encontraron enfrente, además de la precaria situación económica, una exigua, poco capaz y mayoritariamente venal clase administrativa para sacar adelante los cambios planteados. En el orden de las finanzas, el Conde-Duque proyectó algo así como un sistema bancario nacional, que, con la Real Hacienda como garantía, prestase y recibiese dinero de particulares, al tiempo que financiaba al Estado.

Al menos hasta la crisis de 1640, Felipe IV se identificó plenamente con la línea de gobierno marcada por su valido. Esta crisis, que colocó a la monarquía en una situación de enfrentamiento con sus reinos periféricos, se desencadenó a causa de una reforma legislativa cuyo objetivo era ajustar el sistema fiscal a las necesidades del reino de Castilla. Necesidades económicas, pero también militares, de la guerra mantenida tanto en Europa Central como en las posesiones italianas.

Los estallidos armados de la crisis de 1640 se desarrollaron en tres frentes. Por un lado el intento de secesión de Cataluña, y la secesión de Portugal; por otro las conspiraciones andaluza, aragonesa, y los motines italianos; y, finalmente, los motines vizcaínos, otra vez andaluces y la conspiración secesionista navarra. En el proyecto del Conde-Duque (del que se conserva un explícito enunciado en carta a Felipe IV de 1625 de "castellanizar" el reino ), la Unión de Armas (1626) era imprescindible para crear un auténtico ejercito español. Para obtener los hombres y utilizar sin restricciones las cargas fiscales que los distintos reinos peninsulares podían aportar, la unificación legislativa debía imponerse implacablemente. La Unión de Armas, pretendía formar un ejército de reserva común, mantenido proporcionalmente por todos los reinos de la monarquía. Desde los Reyes Católicos, las guerras mantenidas por los distintos reinos se consideraban asuntos estrictamente dinásticos, carente el enfrentamiento bélico del carácter nacional que la nueva legislación le imponía sin remedio. Las arraigadas desconfianzas hacia Castilla se enconaron definitivamente y estallaron en enfrentamientos armados con fines secesionistas. Más dinero, más hombres, y como corolario, mayor centralización político-institucional, con el fin de proseguir las luchas encaminadas a mantener y ampliar el liderazgo imperial en Europa, condujeron a una explosión interna que, a la postre, acabaría con el sueño de un imperio católico español líder de Occidente.

El Corpus de Sangre (Guerra de Els Segadors), en junio de 1640, inició el levantamiento en Cataluña. Aunque estos hechos han fijado el año que rubrica todo el periodo de la crisis, ya en 1631 tuvo lugar un primer motín en el País vasco. El 1 de diciembre de 1640 se insurreccionó Portugal y a continuación se sucedieron intentonas de menor envergadura, como la conspiración sevillana encabezada por el duque de Medina Sidonia y el marqués de Ayamonte en el verano de 1641, la conspiración en agosto de 1648 liderada por el duque de Híjar en Aragón, y otras menos significativas en Navarra, Sicilia y Nápoles. La limitada autonomía de las posesiones españolas en Italia les impidió oponerse eficazmente a las imposiciones reales; los motines de la Baja Andalucía, Aragón o Navarra tuvieron mucha menor entidad secesionista; pero la personalidad históricamente singular de Cataluña y Portugal, así como su mayor fuerza, sí rompieron el equilibrio de la monarquía encabezada por Felipe IV. Los catalanes entraron en contacto con Francia y pagaron un ejército de 3.000 franceses para luchar contra Castilla. Francia, con intereses antiguos en la zona, acabó implicándose en el enfrentamiento armado y en 1642 conquistó el Rosellón y entró en Monzón y en Lleida, siendo Luis XIII de Francia nombrado Conde de Barcelona. Las tropas de Felipe IV recuperaron las dos ciudades y el rey juró entonces respetar las constituciones catalanas. La guerra duró no obstante varios años más, imbricada en la que España y Francia mantuvieron en el contexto más general de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).

Unánime y popular, la secesión portuguesa (precedida de algaradas en 1637 en Évora y otras ciudades) triunfó desde el primer momento. Portugal obtuvo el apoyo de Francia e Inglaterra y el duque de Braganza fue elegido rey. El hecho, además, de que España estuviera envuelta en la guerra de Cataluña impidió a la corona afrontar enérgicamente este nuevo foco de revuelta. En 1657 los portugueses entraron en España y amenazaron con tomar Badajoz. En 1659 (Paz de los Pirineos) perdieron el apoyo de los franceses, pero siguieron contando con Inglaterra, con la que firmaron una alianza en 1661. En 1663 el hijo de Felipe IV, don Juan José de Austria, fue derrotado en Ameixal y, en 1665, una nueva derrota española, esta vez de las tropas mandadas por el marqués de Caracena, tuvo lugar en Villaviciosa. Finalmente, la independencia fue reconocida en 1688, tres años después de la muerte de Felipe IV.

Política exterior

La tradición imperial española seguía teniendo la misma importancia que en los periodos anteriores tanto para el nuevo gobierno como para toda la generación barroca. El reinado de Felipe IV comenzó por ello con la esperanza de recuperar el poder y esplendor de los tiempos pasados también en política internacional, a través de un intervencionismo a ultranza tendente a contrarrestar la creciente pérdida de hegemonía en Europa.

La Tregua de los Doce Años firmada por Felipe III con Holanda finalizó al llegar al trono el nuevo rey. La guerra se reanudó entonces y se transformó en un conflicto de raíz económica. Ya no se trataba sólo del deseo de independencia de las posesiones españolas en Flandes, sino que el nuevo poderío comercial holandés, unido a la piratería practicada por su flota, hacía peligrar el monopolio español en las exportaciones de especias, azúcar o esclavos del Nuevo Mundo. Aunque presionado por los Consejos de Indias y de Portugal para reanudar la guerra, el Conde-Duque no hizo al reiniciar la lucha sino actuar en coherencia con los planes políticos intervencionistas trazados al principio del reinado. Dos derrotas navales importantes infligidas a los holandeses (una frente al cabo de San Vicente y otra en las costas americanas), así como otras victorias obtenidas por los tercios de Ambrosio Spínola en los Países Bajos, dieron ventaja en el conflicto a Felipe IV. En 1622 el ejército imperial venció en Fleurus y Juliers, Breda fue tomada en 1625, y el control de la Valtelina se obtuvo en 1626. Ese mismo año, Inglaterra envió una expedición a Cádiz, abriéndose con ello el nuevo frente inglés, que se prolongó hasta 1629. En 1631 el ejército sueco venció en Leipzig al flamenco Tilly, que, a las órdenes de Felipe IV, cinco años antes había derrotado a Cristian IV de Dinamarca en Lotter; una contraofensiva en Nördlingen de los tercios españoles al mando del Cardenal-Infante don Fernando venció a su vez a los suecos, con cuya victoria España obtuvo a través del territorio alemán una salida al Báltico.

La encarnizada lucha, que, con avances y retrocesos, parecía no acabar de inclinarse a favor de ninguno de los contendientes, se transformó radicalmente al intervenir en la guerra Francia, para pasar a convertir el conflicto en un duelo entre las dos potencias, ya inmersas en el conflicto económico, religioso, político y cultural que fue la Guerra de los Treinta Años. Un enfrentamiento armado que vehiculó dos concepciones distintas del poder: el dogmático y ortodoxo catolicismo español, por un lado, y la racionalista e innovadora Francia, por otro. En 1636 don Fernando invadió Francia y obtuvo una importante victoria en La Corbie, muy cerca de París, pero las dificultades de abastecimiento y el peligro de perder Breda impusieron al final la retirada de sus tropas a sus posiciones anteriores. En 1637, en un nuevo vuelco de la situación, los holandeses recuperaron Breda. En 1639 comenzaron una serie de envites contra España que culminarían en unos pocos años con la derrota completa de Felipe IV. Ese año los holandeses vencieron en la batalla naval de Las Dunas; en 1640 murió el Cardenal-Infante; y en 1643 se produjo la derrota de la infantería española en Rocroi, en el que fue el más duro golpe propinado hasta ese momento a los poderosos tercios españoles. La última gran batalla de la guerra tuvo lugar en 1647 en Lens, donde volvieron a ser derrotados los españoles. A partir de aquel momento, y con la firma de los tratados de Münster y Osnabrück (Paz de Westfalia, 1648), el imperio de los Habsburgo y su deseo de hegemonía europea bajo el manto de la Cristiandad católica se hundieron para dar paso a una nueva concepción del continente como un conjunto de estados, nacionales libres y soberanas, al reconocer Felipe IV la independencia de Holanda. La guerra con Francia, no obstante, se prolongaría todavía once años más.

1643, año de la decisiva derrota española de Rocroi, vio también el final de la carrera política del Conde-Duque, muerto poco después de esta fecha, abrumado por un fracaso que fue el de la monarquía. Felipe IV le permitió retirarse a sus tierras, pasando las riendas del poder a manos de su sobrino, Luis de Haro. Aquí de nuevo surgió la proverbial falta de voluntad del rey que, al parecer, y a pesar del a todas luces completo fracaso de Olivares, tuvo que ser alentado por su esposa Isabel y otras damas de la corte, en la llamada Conspiración de las Damas, a despedir al Conde-Duque. Otro detalle, además, indica la necesidad del monarca de ser empujado a actuar: Sor María de Jesús, abadesa de Ágreda, con gran fama de mística y santa, y con la que el rey mantuvo una nutrida relación epistolar hasta su muerte (Felipe IV dejaba un amplio margen en las cartas que mandaba a la abadesa, para que ésta escribiera allí las respuestas a las cuestiones que el rey le planteaba), ayudó al monarca a tomar la decisión definitiva sobre el fracasado valido.

El rasgo más caracteristico del nuevo privado, Luis de Haro, fue la discreción, tanto en su actividad gestora, cuanto en los objetivos a los que dirigió a la corona. Abandonados los ideales de grandeza de su ambicioso predecesor, el nuevo valido de Felipe IV se conformó con buscar una paz honrosa y lo menos desventajosa posible. La posibilidad de vencer a Francia no había sido, no obstante, abandonada aún por el rey. A partir de 1650, los españoles parecieron recuperar posiciones en la contienda, rindiendo Barcelona; poco después, en 1652, el resto de Cataluña, excepto el Rosellón, fue recuperado. Por fin, en 1654, la victoria obtenida frente a Francia en Valenciennes obligó a los franceses a negociar la paz. Luis de Haro, cometiendo un error político inexplicable, rechazó la oferta de negociación cuando los españoles estaban en condiciones de ventaja, y la guerra continuó. La suerte cambió de bando en 1658, al vencer los franceses en la batalla de las Dunas, colocando a Luis XIV en la posición que no supieron aprovechar los españoles cuatro años antes para firmar la Paz de los Pirineos en 1659. La monarquía española perdió definitivamente el Rosellón y Cerdeña, tuvo que entregar a los franceses el Artois y el Franco Condado y que aceptar la sanción de importantes privilegios comerciales en beneficio de la Francia de Mazarino. En el paquete de medidas se incluyó también el acuerdo de matrimonio entre la Infanta María Teresa y Luis XIV.

Aunque se recuperó Cataluña, el balance final de la prolongada crisis de un reinado que, a diferencia del anterior, se lanzó a tumba abierta en busca de gloria y liderazgo, fue la pérdida de parte de los Países Bajos, la secesión de Portugal y la renuncia definitiva a dirigir los destinos de Europa. En 1661 murió Luis de Haro; si Felipe IV no dejó de temer a Olivares, a su sucesor, al parecer, le unió un afecto sincero, quedando a su muerte el rey en manos de sor María Jesús de Ágreda y otros oscuros consejeros. Los cuatro años que todavía vivió el monarca fueron de amargura por la derrota de la monarquía y de inquietud ante la problemática sucesión que se avecinaba: un rey con pocos visos de sobrevivir mucho tiempo, Carlos II, con cuatro años de edad a la muerte de Felipe IV, y una regente extranjera, Mariana de Austria. Con todo, el más valioso legado de Felipe IV, fuera del terreno político (para el que no estuvo naturalmente dotado), fue el innegable ascenso del pensamiento, las artes y las letras, que convirtieron el periodo del Rey Planeta -en expresión muy del gusto grandilocuente barroco- en una brillante continuación del mítico Siglo de Oro español.

Bibliografía

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Autor

  • Victoria Horrilllo Ledesma