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FilosofíaMatemáticasMedicinaBiografía

Cardano, Girolamo o Gerónimo (1501-1576).

Girolamo Cardano.

Filósofo, médico y matemático italiano, nacido en Pavía (en el antiguo ducado de Milán) el 24 de septiembre de 1501 y fallecido en Roma el 21 de septiembre de 1576, cuyo nombre de pila (Girolamo) aparece transformado, en algunas fuentes escritas, en "Gerolamo" o en la forma castellana "Gerónimo". Paradigma modélico del talante humanístico del Renacimiento, se interesó por todos los campos del saber y compaginó, a lo largo de toda su azarosa y novelesca trayectoria vital, su dedicación profesional a la medicina con la enseñanza de matemáticas y la reflexión filosófica, materia -esta última- en la que acusó una notable influencia del neoplatonismo pasado por el tamiz de Averroes (1126-1198).

Vida

Hijo ilegítimo del abogado milanés Fazio Cardano y una mujer viuda llamada Chiara Micheria, contó desde niño con el ejemplo intelectual de su progenitor, un hombre culto e instruido que impartía lecciones de Geometría en la universidad de Pavía y que asesoró en varias ocasiones a Leonardo da Vinci (1452-1519) en cuestiones relacionadas con esta disciplina matemática. Sus primeros años de existencia transcurrieron al lado de su madre en una pequeña población vecina a Pavía, en donde Chiara Micheria -que tenía treinta y tres años de edad, y tres hijos habidos de un matrimonio anterior, cuando quedó encinta del ya cincuentón Fazio- había buscado refugio de una grave epidemia de peste que se extendía velozmente por Milán. Esta terrible plaga acabó con la vida de los tres hijos mayores de Chiara, quien se consagró a partir de entonces al cuidado exclusivo del pequeño Girolamo y, tras una primera ruptura con Fazio Cardano, acabó casándose con el abogado milanés.

Creció, pues, influido por la pasión matemática de su padre, al que pronto comenzó a prestar ayuda en sus tareas docentes. Sin embargo, en plena juventud, se opuso a los designios de su progenitor -empecinado en que siguiera la carrera de Leyes- y consiguió, a la postre, que le permitiera cursar estudios superiores de Medicina en la universidad de Pavía. En ello estaba cuando un serio conflicto bélico entre distintos ducados de la Península Itálica forzó el cierre de las aulas universitarias de Pavía, por lo que fue enviado por Fazio -que habría de morir poco después- a la universidad de Padua. Allí el joven Girolamo culminó brillantemente su formación académica superior, aunque no dejó un grato recuerdo entre sus compañeros, con los que mantuvo numerosas pendencias motivadas, casi siempre, por su incorregible inclinación al juego.

La desaparición del viejo abogado milanés vino a empeorar el talante excéntrico y disipado de su brillante hijo, quien se vio, de repente, enriquecido con los bienes heredados de su difunto padre y no tardó mucho en dilapidarlos en partidas de dados, naipes y ajedrez, juegos en los que, auxiliado por sus saberes matemáticos, creía tener sobre sus contrincantes una superioridad que, a la hora de la verdad, acababa siendo abolida por los caprichos del azar. Ludópata empedernido desde aquellos tiempos juveniles hasta el final de sus días, Girolamo Cardano llegó a acuchillar la cara de un compañero de partida porque creía que le había hecho trampas, altercado que, sumado a otras muchas pendencias protagonizadas por el futuro filósofo, acarreó sobre sus espaldas una pésima reputación que en nada favorecía sus proyectos profesionales de ejercer oficialmente la medicina. Y así, una vez doctorado en la universidad de Padua (1525), se le negó la inscripción en el Colegio de Médicos de Milán bajo el pretexto de que era hijo ilegítimo, cuando la verdadera razón era que las autoridades sanitarias y académicas del ducado no querían que abriera consulta en su territorio un doctor tan arisco y pendenciero como mostraba ser -a pesar de sus indudables méritos intelectuales- el agresivo y descentrado Girolamo Cardano.

A partir de entonces, su peripecia vital entró en una progresiva fase de decadencia que, acelerada por su ludopatía, acabó por conducirle a la miseria. Arruinado tras haber derrochado en el juego toda la herencia de su padre, e imposibilitado para ganarse la vida en Milán ejerciendo sus atribuciones facultativas, se vio forzado a instalarse en una pequeña población cercana a Padua, en donde abrió una modesta consulta que le reportaba más pérdidas que beneficios. Para colmo de males, las obligaciones familiares que arrastraba desde que, en 1531, contrajera nupcias con una mujer llamada Lucía, incrementaron notablemente su cuenta de gastos. Esto provocó que en 1532 abandonara su primera consulta y el que ambos cónyuges se asentaran en una casa aún mucho más pobre emplazada en un pueblo próximo a Milán, donde Cardano intentó por segunda vez colegiarse. Pero el recuerdo de su mala conducta juvenil aún seguía vivo entre los milaneses, por lo que nuevamente fue rechazado por la medicina oficial del ducado y, en consecuencia, empujado otra vez al vicio del juego, al que se aferró desesperadamente con el propósito de hallar en él los recursos suficientes para sostener a los suyos. El resultado, como cabía esperar, corrió por derroteros totalmente opuestos a los deseos de Cardano. Así, lejos de obtener el más pequeño beneficio en sus partidas de naipes y dados, perdió definitivamente lo poco que le quedaba y acumuló tales deudas de juego que se vio forzado a satisfacerlas con el producto de la venta de sus escasos muebles y de las joyas de su esposa. En la pobreza más vergonzante, el matrimonio se trasladó a Milán para recogerse en un asilo de beneficencia.

En esta penosa situación se hallaba sumido el humanista de Pavía cuando un inesperado giro de la fortuna -en cuyos designios creía ciegamente el contradictorio Cardano- le permitió, de repente, rehacer el curso de su andadura y regresar nuevamente a las aulas universitarias, esta vez en calidad de profesor de Matemáticas en la Fundación Piatti de Milán. Restaurada, con este digno empleo, su maltrecha economía doméstica, aprovechó el abundante tiempo libre que le dejaban sus labores docentes para ejercer -de forma clandestina, pues seguía sin estar colegiado- como médico, y tuvo la venturosa dicha de aplicar sobre algunos de sus pacientes unos tratamientos heterodoxos -según los cánones del saber hipocrático del momento- que obraron efectos casi milagrosos en ciertos enfermos desahuciados por los facultativos colegiados. Ganó, así, un gran prestigio como sanador incluso entre los galenos milaneses que le seguían negando su inscripción en el Colegio de Médicos, hasta el extremo de que empezó a ser consultado por los doctores más relevantes del ducado. Pero ni siquiera este reconocimiento tributado por sus colegas más ilustres le sirvió para obtener la anhelada colegiación, pues, instalado ahora en la cumbre de su soberbia, Cardano publicó en 1536 un tratado en el que arremetía violentamente contra la misma institución en la que pretendía ingresar, lo que dio pie a una nueva desestimación de la solicitud de inclusión que presentó en 1537. Seguía, no obstante, sanando milagrosamente a casi todos los enfermos desesperados que se sometían con fe y entusiasmo a sus tratamientos, por lo que pronto contó entre todas las clases sociales con una legión de admiradores que presionaron en pro de su admisión. Ante este clamor popular, en 1539 el Colegio de Médicos de Milán tuvo que modificar sus estatutos para eliminar la clausura que impedía el acceso de los hijos ilegítimos a la profesión médica, modificación que permitió, por fin, el ingreso de Girolamo Cardano.

Avanzaba, entretanto, con idéntico provecho en sus estudios matemáticos, centrados por aquel entonces en la resolución de ecuaciones cúbicas y cuárticas por medio de radicales, y en el transcurso de aquel mismo año de 1539 entabló amistad con otro reputado matemático, el geómetra e ingeniero Niccolò Fontana (ca. 1500-1557), más conocido por su apodo de Tartaglia, que acababa de salir victorioso en un certamen de resolución de ecuaciones cúbicas. Cardano le convenció para que le revelase el método resolutivo que Tartaglia conservaba en secreto, bajo juramento de que jamás habría de divulgarlo, promesa que, con vergonzante desfachatez, quebrantó sin escrúpulos en 1545, cuando dio a la imprenta la que a la postre habría de quedar como su obra maestra en este ámbito del saber, titulada Ars Magna Arithmeticae. En este enjundioso tratado, el matemático de Pavía explicaba pormenorizadamente el método de resolución de ecuaciones cúbicas y cuárticas ideado por Tartaglia, y justificaba su traición al geómetra de Brescia alegando que, en 1543, había descubierto que el primero en resolver ecuaciones cúbicas por radicales no había sido el susodicho Tartaglia, sino el matemático y profesor de la universidad de Bolonia Scipione del Ferro (ca. 1465-1526). A pesar de la bajeza moral de Girolamo Cardano, en alabanza de su citada obra cabe decir que le convirtió en el primer matemático que demostraba su capacidad para hacer cálculos con números complejos.

Mientras todo esto ocurría, la situación laboral del inestable humanista de Pavía había cambiado considerablemente. En 1540, avalado por los pingües beneficios que le reportaban sus curaciones milagrosas, había renunciado a su puesto docente en la Fundación Piatti en favor de su joven ayudante Ludovico Ferrari (1522-1565), quien más tarde habría de ocupar la cátedra de Matemáticas en la universidad de Bolonia y pasar a la historia por dos hechos notables. El primero, el trazado del mapa del Milanesado y, el segundo, la resolución, antes que nadie, de ecuaciones de cuarto grado. Cardano compaginó durante dos años su dedicación al oficio de Hipócrates con su incorregible manía ludópata, y cuando ya había vuelto a caer en la ruina aceptó un puesto de profesor de Medicina en la universidad de Milán, para pasar posteriormente a impartir lecciones de la misma disciplina en las aulas superiores de su Pavía natal. En la cúspide de su fama como galeno, alcanzó a ser nombrado rector de ese Colegio de Médicos que tantas veces le había rechazado y vio cómo sus libros se vendían en todos los países del mundo conocido, lo que acabó por convertirle en el médico más famoso de su tiempo.

Este reconocimiento internacional se tradujo en constantes desplazamientos del facultativo de Pavía a numerosos lugares de Europa, reclamado por las personalidades más poderosas. Viudo desde 1546, no tuvo inconveniente en emprender viajes rumbo a los países más alejados de la Península Itálica, como cuando fue llamado por el Arzobispo escocés de St. Andrews para que le tratara una gravísima dolencia asmática que padecía desde hacía un decenio, y que no había podido ser curada por los galenos más prestigiosos del Viejo Continente. Cardano llegó a Edimburgo, visitó de inmediato al eclesiástico enfermo y, en apenas tres meses, el Arzobispo estaba totalmente restablecido, por lo que el médico de Pavía fue recompensado con dos mil coronas de oro e invitado a quedarse para siempre en territorio escocés. Renunció entonces a este ofrecimiento -aunque no, claro está, a los elevados honorarios que se le habían asignado, pronto diluidos en los garitos de juego- y regresó muy honrado a su Pavía natal, donde fue recibido entre aclamaciones y elevado a ese cargo universitario mencionado en el parágrafo anterior.

Ya próximo a alcanzar la condición de sexagenario, su rocambolesca andadura se vio envuelta en otra novelesca peripecia, esta vez provocada por la desobediencia de su hijo Giambatista (doctorado en Medicina en 1557), que había contraído nupcias en secreto -para burlar la oposición paterna- con Brandonia di Seroni, una joven que, en opinión de Cardano, era "inútil y descarada". El atrabiliario filósofo y matemático acertó, empero, en este juicio, pues Brandonia arruinó la vida de su hijo y de todos cuantos rodeaban al matrimonio, incluido el propio Cardano, quien, pese a su oposición inicial a la boda, había acogido a la pareja en su propia casa y corría con los gastos de toda la familia. En su constante empeño por ridiculizar a su desgraciado esposo, Brandonia llegó a afirmar en público que ninguno de los tres hijos del matrimonio había sido engendrado por el humillado Giambatista, quien recurrió entonces a sus conocimientos de substancias medicamentosas para envenenar a aquella que alardeaba de sus adulterios. Arrestado el asesino, fue sometido a torturas hasta que confesó su crimen, por el que fue condenado a la pena capital.

El atribulado Cardano invirtió entonces su fortuna en las minutas de los más prestigiosos abogados del lugar, quienes consiguieron que las autoridades judiciales aconsejaran a la familia de la envenenada la exigencia de una elevada suma de dinero a cambio de la vida del convicto. Pero la cantidad reclamada por los familiares de la difunta Brandonia alcanzó tales proporciones que a Cardano le resultó imposible satisfacerla por completo, ahora otra vez arruinado por los gastos que le había ocasionado el complejo proceso judicial. Torturado nuevamente en prisión -donde le fue amputada una mano en cumplimiento de los horrendos castigos ejemplares que establecía la justicia de la época-, el doctor Giambatista fue ejecutado el día 13 de abril de 1560, ante el dolor y la desesperación de su famoso progenitor, quien sufrió a partir de entonces, además de la pena que le ocasionó esta pérdida, el oprobio de quienes lo señalaban en público como padre de un asesino convicto y confeso.

Para huir de tantas tribulaciones y pesadumbres como le acechaban en su lugar de origen, el filósofo y matemático de Pavía solicitó entonces una plaza docente en la universidad de Bolonia, donde enseguida dejó patente ese carácter altanero y agresivo que le había granjeado numerosos enemigos a lo largo de toda su existencia. Los muchos rivales que le surgieron en Bolonia presionaron a las autoridades locales hasta conseguir que el Senado privase a Girolamo Cardano de su empleo en las aulas universitarias de la ciudad, nuevo revés de la fortuna que no era sino el preludio de la siguiente desgracia que le aguardaba, esta vez protagonizada por Aldo, su otro hijo. Éste había heredado las peores inclinaciones ludópatas de su padre, sin recibir, en cambio, ninguna de sus abundantes y fecundas virtudes intelectuales, por lo que pronto se vio arrastrado a una vida de peligros y estrecheces en la que sólo encontró la falsa amistad de las malas compañías. Arruinado por completo en el juego, llegó a perder todas sus propiedades y una suma considerable de dinero que, por acudir en su auxilio, le había entregado su progenitor, por lo que se entregó a una serie de acciones delictivas que, destinadas a cumplir con sus acreedores, acabaron por conducirle directamente al robo. Y por esta pendiente se despeñaba cuando, acuciado por las deudas, no vio más salida que robar el dinero y las joyas que atesoraba Girolamo Cardano en su propia casa. El pesar y la vergüenza de verse desvalijado y afrentado por su hijo no pudo más que el carácter decidido y enérgico de que había hecho el filósofo de Pavía a lo largo de toda su vida, quien a acudió a la justicia y denunció a su propio hijo, de inmediato arrestado y expulsado de Bolonia.

Corría, a la sazón, el año de 1569, de donde cabe inferir que la vejez de Cardano -que había venido al mundo en los primeros compases del siglo- fue tan penosa y desasosegada como las anteriores etapas de su vida. Pero aún le aguardaban nuevos sinsabores, esta vez originados en su extraña afición a la astrología y la cábala, que le impulsó a elabora y publicar en 1570 nada menos que el horóscopo de Jesús de Nazaret. Esta arriesgada obra, sumada a una no menos heterodoxa publicación en la que alababa a uno de los mayores perseguidores de los primeros cristianos, el emperador romano Nerón (37-68), provocó las iras del estamento eclesiástico, quien consiguió la detención y el encarcelamiento del viejo filósofo, bajo la acusación de haber incurrido en herejía. Se le privó nuevamente de sus cargos universitarios y, durante los meses que pasó en presidio, fueron censuradas sus obras. No obstante, tan pronto como recobró la libertad, se dirigió a Roma y fue recibido en loor de multitudes por las gentes de la Ciudad Eterna, que no estaban dispuestas a admitir la supuesta heterodoxia de quien pasaba por ser el médico más prestigioso del mundo. Ante esta clamor popular, las autoridades civiles y eclesiásticas decidieron rehabilitar a Girolamo Cardano y olvidar todas sus desviaciones -teóricas y prácticas- de la legislación vigente y el dogma cristiano, por lo que fue admitido con grandes honores en el Colegio Médico de Roma y recibido por el Papa, quien, en compensación por los pesares que le había ocasionado la imputación de herejía, le concedió el disfrute de una pensión vitalicia.

Mas, con subvención eclesiástica y todo, no quiso -o no pudo- renunciar a ese furor cabalístico que se había apoderado de él en aquel último trecho de su vida, en el que llegó a sostener que tenía tratos con un demonio familiar que le auxiliaba en sus pronósticos y predicciones. Fue así como dio en el disparate de asegurar que, según el horóscopo de su propia vida que él mismo había trazado, habría de morir antes de alcanzar los setenta y cinco años de edad, vaticinio que se cumplió, en efecto, tres días antes de que se cerrara tan cabalístico plazo. Según todos los indicios, Girolamo Cardano se dejó morir de inanición, pues en sus últimas semanas en el mundo se negó a ingerir alimento alguno; pero los estudiosos de su vida y obra no se ponen de acuerdo a la hora de establecer si su desaparición se debió a un intento consciente y voluntario de suicidio, y si dejó de existir víctima de una ególatra demencia que le llevó a demostrar, aun a costa de su propia vida, el acierto y la validez de sus rigurosas predicciones.

Obra

En líneas generales, el pensamiento de Girolamo Cardano se encuadra en esa tradición neoplatónica que resurgió con renovados bríos en la Italia del Cinquecento, aunque dentro de unas originales propuestas animistas que, al tiempo que le sirven para otorgar carta de naturaleza filosófica a sus desvaríos esotéricos, le permiten buscar en la materia el principio de la vida, adoptando un esquema evolucionista que sitúa al ser humano en el extremo final de la cadena compuesta por todas las criaturas. Al socaire de este singular entendimiento del animismo, Cardano ve en el alma humana una perfecta representación de la unidad absoluta de la Naturaleza, del mismo modo que encuentra una unidad de la mente, que, por ser inmortal, pierde su dimensión individual y se convierte en posesión única y común para todos los hombres (siguiendo, en este punto, los postulados de Averroes). En cualquier caso, resulta casi imposible desde criterios hermenéuticos contemporáneos clasificar, en una corriente o escuela concreta, las ideas de un singular y peregrino humanista que, a lo largo de su azarosa vida, se mostró, alternativamente, enemigo y partidario de la astrología y de la cábala. Aderezó todos sus textos con una amalgama incoherente de pensamientos elevados y disquisiciones extravagantes; fue acusado de ateísmo y herejía, para ser a la postre rehabilitado públicamente por el Sumo Pontífice. Y, en suma, atrajo sobre su obra, simultáneamente, la admiración y el rechazo de los mayores pensadores, matemáticos, científicos, juristas y teólogos de su tiempo.

Entre sus escritos filosóficos más destacados, cabe recordar las obras tituladas De subtilitate rerum (1550) -en la que trata de los principios de las cosas espirituales y artificiales- y De rerum varietae (1557) -donde aborda el estudio del universo y de sus partes-. Escribió, además, De propria vita -una amena semblanza autobiográfica que no vio la luz hasta que, en 1643, fue publicada en París-, Liber de ludo aleae -libro en el que trata de demostrar, por vez primera, un cálculo sistemático de posibilidades-, Opuscula médica et philosophica, Practica arithmetica et mensurandi singularis (1539), y la ya citada Ars magna Arithmeticae.

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.