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Alfonso V, Rey de Aragón y Nápoles (1396-1458).

Rey de Aragón (Alfonso V, 1416-1458) y de Nápoles y Sicilia (Alfonso I, 1435-1458), nacido probablemente en Medina del Campo (Valladolid), el 18 de diciembre de 1396, y fallecido en Nápoles el 27 de junio de 1458. Apodado el Magnánimo, fue el segundo monarca de la dinastía Trastámara en regir la Corona de Aragón, contribuyendo de forma principal en la expansión de sus dominios por el Mediterráneo, principalmente en el sur de Italia. Su relación con los reinos peninsulares fue tensa debido a sus prolongadas ausencias y estancias en Nápoles, donde creó una corte poética y literaria de gran envergadura, al tiempo que fomentó con su labor de mecenas cultural y artístico el despegue del humanismo en la Corona de Aragón.

Alfonso V, el Magnánimo, rey de Aragón.

Primeros años (1396-1416)

Alfonso fue el primogénito del infante Fernando, hijo segundo del rey de Castilla Juan I, y de la esposa de aquél, su tía Leonor de Alburquerque, apodada la Rica hembra por los grandes territorios que había heredado de su padre, Sancho de Trastámara. El infante Fernando, aunque segundogénito y por tanto apartado de la sucesión de Castilla por su hermano mayor, el futuro Enrique III, había sido considerablemente heredado por Juan I en forma de oficios, rentas y señoríos; al unirse éstos con los heredados por su esposa, quedó convertido en el más poderoso noble de Castilla tras su hermano el rey Enrique III, que comenzó su gobierno personal hacia 1396, el mismo año en que nació Alfonso. Lógicamente, Alfonso se convirtió en el heredero no sólo de las rentas, tierras y oficios de su padre, sino que éste pretendió asimismo que heredase su posición hegemónica en Castilla, de forma que la educación de su vástago fue decidida con esmero. El historiador Eloy Benito Ruano, en su magistral trabajo sobre los llamados infantes de Aragón, es decir, Alfonso y sus hermanos, señaló con bastante probabilidad que su tío segundo, el famoso Enrique de Villena, fue el encargado de la educación de los jóvenes hijos de Fernando el de Antequera, siendo ésta una explicación bastante plausible para situar el origen del interés que Alfonso dispuso durante toda su vida a las artes y a las ciencias. Además de Enrique de Villena, fue un franciscano catalán, Pere de Santa Eulalia, el encargado de educar a los infantes en los conocimientos básicos, y ser, por lo tanto, el primer maestro del futuro rey.

Su infancia transcurrió tranquilamente en Castilla, acompañando a la itinerante corte regia al compás de su padre, el infante Fernando. Cuando murió Enrique III, en la Navidad de 1406, Alfonso apenas contaba 10 años de edad, pero ya se había visto involucrado en uno de los tradicionales pactos matrimoniales firmados entre las realezas de la época. Aunque a Enrique III le sucedería su hijo, Juan II, nacido apenas un año antes de su muerte, el finado monarca ya había pactado el matrimonio de su hija, la infanta María, con Alfonso, con el fin de preservar la herencia del trono que, no obstante, disfrutaría en principio Juan II, proclamado rey en 1406. Pero por su minoría de edad, el infante Fernando quedó convertido no sólo en el más poderoso noble, sino en tutor legal de su sobrino, lo que hizo posible que su importancia en la gobernación de Castilla creciese y, por ende, también la de sus hijos, que ya comenzaban a ser llamados los infantes de Aragón. Para cuando el matrimonio pactado se celebró, en 1415, Alfonso ya era un joven de casi 20 años, y que además había quedado convertido en heredero de Aragón pues su padre había sido reconocido como candidato más idóneo por los compromisarios del reino reunidos en Caspe (1412), y entronizado como Fernando I de Aragón en 1414. En estos primeros años, Alfonso se reveló como un estrecho colaborador de su padre, pues éste, ocupado en la persecución del rebelde conde de Urgel, dejó a su primogénito la presidencia de las Cortes Generales de Aragón en 1412. La firma de una tregua con Venecia y Génova en 1413 también fue obra de Alfonso, como lugarteniente general de Aragón, así como la de recibir la obediencia de las cortes de todos los reinos. Durante los escasos cuatro años que Fernando I reinó en Aragón, su hijo Alfonso fue su brazo derecho, preparándose sin duda para el momento en que tuviese él que regir los destinos de la Corona recientemente adquirida por su familia. Y las expectativas sobre él eran máximas, pues aunaba la destreza como caballero a la astucia como gobernante, tal como testimonia la descripción que realizó del joven heredero Alfonso un embajador francés en 1416:

Maneja a la perfección una espada de dos manos, es un excelente jinete y disfruta en las justas y torneos... Muy elegante en el vestir, toca toda clase de instrumentos y danza admirablemente. Y encima es tan prudente como un hombre de cincuenta años.
(Recogido por Ryder, op. cit., p. 67).

Las primeras empresas italianas de Alfonso V (1416-1423)

Tras la muerte de su padre, fue rápidamente entronizado como nuevo monarca, y se dispuso a tomar algunas medidas populistas para evitar que parte de la aristocracia catalana, rebelde a su padre a través del conde Jaime de Urgel, pudiese alzarse en su contra. Poco después, su hermano Juan, que había sido nombrado por Fernando I virrey de Nápoles, decidió regresar a España para tomar matrimonio con Blanca de Navarra y hacerse cargo de la suculenta herencia territorial de Fernando I en Castilla. Poco o nada apasionaron las tierras italianas al futuro Juan I de Navarra (y todavía más tarde, Juan II de Aragón), todo lo contrario que a Alfonso, quien enseguida, tras apaciguar a las siempre belicosas instituciones de Cataluña y de Valencia, comenzó su carrera de expansión mediterránea con el punto de mira situado en el reino de Nápoles y, sobre todo, Sicilia. La investidura de este reino, propiedad del Papa, había sido efectuada en favor de su padre, Fernando I, como agradecimiento al apoyo prestado para la solución del Cisma, pero jamás había tomado posesión de él. Alfonso, que siempre tuvo un talante caballeresco y aventurero de primera magnitud, se vio invadido desde el inicio de su reinado por acometer la empresa siciliana, además de las grandes rentas que podía obtener del dominio de la rica isla mediterránea. Básicamente, Alfonso estaba convencido de que con la expansión mediterránea de Aragón no sólo pasaría a la fama por su industria militar y caballeresca, sino que la economía de la Corona de Aragón, que pasaba por una grave crisis, se recuperaría de forma tremenda, de ahí que Alfonso V se vaciase por emprender el camino hacia Italia. Por ello, no le importó dejar los asuntos de la política castellana en manos de su hermano Juan, o dejar a su esposa, la reina María, como lugarteniente general de Aragón. De hecho, sería la reina María, con quien Alfonso no mantenía una buena relación, la que gobernaría Aragón durante muchos años por delegación de su esposo.

El primer proyecto mediterráneo presentado por Alfonso V a sus reinos fue el de recuperar Córcega y Cerdeña, que habían caído en manos de los genoveses. Después de muchos ruegos y peticiones efectuados entre 1417 y 1420, finalmente convenció a las Cortes individuales de cada reino para que le fuese concedida la financiación necesaria, de forma que se echó a la mar con una flota guerrera abastecida en el puerto de Mallorca con los despojos de la armada genovesa allí residente, que fue ya considerada como enemiga. En junio de 1420 llegó a Alguer (Cerdeña), que fue conquistada gracias al apoyo de la nobleza local. Estando en Alguer y antes de partir hacia Córcega, Alfonso recibió una embajada de la reina Juana II de Nápoles, en la que ésta le suplicaba ayuda para pelear contra los enemigos a cambio de nombrarlo heredero del trono. La petición envalentonó a Alfonso V, que rápidamente se imaginó triunfante en la empresa que había diseñado en su interior con mucho menos esfuerzo del previsto. Así fue cómo se trasladó a Córcega, procediendo al asedio de la ciudad de Bonifacio, que fue rechazado por la gran fortaleza de la ciudad y por la ayuda de una flota genovesa, que respondió así a las hostilidades abiertas por Alfonso V. Pese a la derrota, acontecida en enero de 1421, el ánimo no decayó, pues el asunto napolitano mantenía la llama viva, aunque el papa Martín V había intervenido en el conflicto a favor del otro candidato al trono napolitano, Luis de Anjou, aliado de la familia Sforza y que también contaba con el apoyo de los genoveses. En octubre del mismo año de 1421 tuvo lugar la primera confrontación naval entre ambos contingentes, en la batalla de Foz Pisana, cuyo resultado benefició a Alfonso V, quien se dirigió raudo hacia Nápoles para firmar el acuerdo con la reina Juana que le permitiese gobernar el reino. Pero ésta, siempre caprichosa y haciendo caso de las veleidades de la época, firmó un acuerdo con el condottiero Caracciolo y con los Sforza, y prefirió la candidatura de Luis de Anjou, lo que obligó a Alfonso V, después de casi un año en Nápoles, a regresar a la península, donde la grave situación económica de Cataluña y de Valencia lo reclamaba.

De la península Ibérica a Ponza (1423-1435)

Los enormes gastos producidos por las empresas napolitanas fueron los causantes de la mala relación que desde el regreso del monarca a Barcelona, en los últimos días de 1423, mantuvo con las Cortes y con los estamentos de la Corona. Además, la relación tirante se vio lastrada por las luchas de bandos en Cataluña, entre los condes de Cardona y de Urgel, y en Valencia, con diferentes linajes enfrentados entre sí por cuestiones domésticas, principalmente por apoyar o no las empresas mediterráneas de Alfonso V. La situación en Castilla, donde los hermanos del rey aragonés, los llamados Infantes de Aragón, tenían grandes intereses, tampoco pasaban por un buen momento, puesto que las fricciones entre Juan y Enrique habían provocado la parsimonia del primero ante la prisión del segundo, encarcelado por el condestable Álvaro de Luna, el privado del rey Juan II de Castilla. La situación entre 1429 y 1430 derivó en un clima de guerra entre Castilla y Aragón, aunque la autoridad de Alfonso V fue suficiente para que el condestable Luna se aprestase a negociar, lo que fue aceptado al instante por un monarca, el Magnánimo, que no quería perder ni tiempo ni recursos económicos en una guerra que no le interesaba absolutamente nada: él prefería concentrar todos sus esfuerzos y energías en apaciguar su reino para regresar a cumplir su sueño italiano.

Las Cortes y las instituciones se lo pusieron difícil, pues los gastos eran extraordinariamente grandes. Finalmente, a pesar de las protestas de la mayoría de nobles catalanes y gracias a la mediación de la reina María, lugarteniente general en ausencia de su esposo, Alfonso pudo recibir un donativo de 80.000 florines, con lo que pudo armar una flota que, en principio, bajo pretexto de una expedición contra los musulmanes del Mediterráneo, partió con dirección hacia la isla de Djerba, pero cuya base efectiva se estableció en Sicilia. Allí, Alfonso V mantuvo constantes conversaciones con el condottiero Gianni Caracciolo, que finalmente convenció a la reina Juana para que el monarca aragonés fuera su sucesor, pues Luis de Anjou acababa de morir (1434). El señor de Génova, Filipo Visconti, junto con los Sforza milaneses y el Papado, se aprestaron rápidamente a plantear una respuesta militar. Durante estos preparativos falleció la misma reina Juana, el 2 de febrero de 1435, de forma que los angevinos de Nápoles (véase Imperio Angevino) proclamaron que, según el testamento, la herencia del reino correspondía a René de Anjou. Pero las fuerzas pro-aragonesas de Caracciolo proclamaron a Alfonso V, que envió un ejército desde Gaeta hacia Nápoles. La ambición del monarca era tal que en el ejército hacia Nápoles le acompañaba lo más selecto de la nobleza de su reino, incluidos sus hermanos Enrique, Maestre de la Orden de Santiago en el reino de Castilla, y Juan, que ya era rey de Navarra. Pero en las aguas de Ponza la suerte le fue adversa y la coalición italiana derrotó a la marina aragonesa, haciendo prisionero al propio rey y a sus hermanos. El marqués de Santillana, Íñigo López de Mendoza, un noble castellano que siempre fue afecto a la causa de los infantes de Aragón, halló inspiración en este suceso para dar forma a su Comedieta de Ponça, en la que mostraba su disgusto por la adversa fortuna de Alfonso V y sus hermanos, como, por ejemplo, se muestra en la conocida estrofa LXIII:

E serás tú, Ponça, jamás memorada
por esta lid fiera, crüel, sanguinosa,
e avrá tu nonbre perpetua durada,
e de todas las islas serás más famosa.
En ti fue cridada con boz pavorosa
en los dos estoles: ¡Batalla, batalla!
Viril fue la vista que pudo miralla
sin temor de muerte, e más que animosa
.
(Marqués de Santillana, Poesías completas, ed. cit., p. 327.)

La conquista de Nápoles (1435-1443)

A pesar de la conmoción que supuso la noticia de la prisión de los hijos de Fernando el de Antequera, lo cierto fue que el cautiverio, primero en Génova y más tarde en Milán, se caracterizó por su benevolencia. El duque Filipo Visconti quedó tan gratamente impresionado por la personalidad de Alfonso V que rápidamente se llegó a un acuerdo, el tratado de Milán, firmado el 8 de octubre de 1435, mediante el cual ambos dirigentes pactaron una división en las empresas italianas: todo el norte (incluida Córcega, a la que renunció el monarca aragonés), quedaría bajo la influencia milanesa, mientras que el sur de Italia, especialmente Nápoles, sería área de expansión aragonesa. Las Cortes de Aragón, Valencia y Cataluña se vieron obligadas además a pagar treinta mil ducados como rescate de su rey, cantidad que, a pesar de ser pagada con rapidez para que el monarca recobrase la libertad, enfrió un poco más las tensas relaciones entre Alfonso V y sus territorios hispánicos. Alfonso V, en enero de 1436, nombró a su hermano, Juan I de Navarra, lugarteniente general de Valencia y Aragón, mientras que su esposa, la reina María, lo continuaba siendo de Cataluña, lo que, en la práctica, significaba delegar toda la política peninsular para continuar persiguiendo el sueño napolitano. Con más pena que gloria, Alfonso V fue consiguiendo la financiación necesaria para reparar en su flota el daño sufrido en Ponza y volver a la carga, alentado por el extraño funcionamiento interno de los pactos políticos entre los estados italianos.

En 1435, el papa Eugenio IV recompensó la fidelidad de los Anjou al partido güelfo mediante el reconocimiento de René de Anjou como legítimo heredero de Nápoles, tal como figuraba en el testamento de la fallecida reina Juana. Pero los Sforza y los Visconti no estaban dispuestos a aceptar sin más esta intromisión francesa, a pesar de que durante estos años continuaron peleándose entre ellos en diversos frentes. En 1438 el propio René desembarcó en Italia, pero los problemas del papado, inmerso en la crisis del Concilio de Basilea (1439) obraron a favor de Alfonso V, que contó con el beneplácito de muchos nobles italianos en su lucha contra los Anjou. Desde su base de Gaeta, el Magnánimo fue poco a poco limando el poder angevino en la isla y ganando adeptos: la conquista de Aversa (1440) y de Benevento (1441) preludiaron el largo asedio de Nápoles por parte de la armada y del ejército de Alfonso V. Aunque genoveses y milaneses trataron de reaccionar contra su común enemigo aragonés firmando la paz de Cremona (1441), ya era demasiado tarde: el 2 de junio de 1442 Alfonso V conquistó la capital napolitana, efectuando una espectacular entrada triunfal en el Castilnuovo el día 26 de febrero de 1443. La nobleza del reino le aceptó como monarca y se comprometió a pagar un elevado donativo en metálico para sufragar los gastos de la guerra. Tras largos años de lucha y de reveses, la determinación napolitana del monarca había conseguido llegar a su fin, dando comienzo el período italiano de la vida del que ya comenzaba a ser llamado por los escritores humanistas Alfonsus, rex Hispanis, Siculus, Italicus, pius, clemens, invictus. En la paz de Terracina (1443), el propio Eugenio IV reconoció el gobierno de Alfonso V sobre Nápoles, completando la rotunda victoria contra todos sus enemigos.

El esplendor de un reinado (1445-1458)

Nápoles se convirtió desde 1443 en la capital de un imperio mediterráneo aragonés, pues Alfonso V ya no volvió a la península Ibérica. Desde allí, procuró convertir a Nápoles como enlace mediterráneo que garantizase el comercio con sus reinos hispánicos y, por ende, el dominio napolitano fuese convertido en centro de prosperidad económica para Aragón, Valencia y Cataluña. Pero la complejísima situación interna de Italia implicaría la existencia de guerras a las que Alfonso V no fue ajeno, especialmente contra Génova y Milán. Por momentos, como en 1447, cuando Filipo Visconti, en su testamento, le cedió el gobierno de todos sus estados excepto los castillos de Milán y Pavía, Alfonso el Magnánimo acarició la idea de convertirse en rey de toda Italia. Pero primero los propios milaneses, proclamando la República Ambrosiana (1448), y más tarde los Sforza, apoderándose del gobierno del ducado (1450), frustraron los planes panitálicos de Alfonso V. El intento del emperador Federico III por hacerse coronar emperador de Roma, en 1452, cuando el rey Magnánimo ya era casi un sexagenario monarca, marca el punto de inflexión de estos sueños de expansión, pues prefirió alojar a su germánico huésped y cederle el dominio de sus territorios del norte. En abril de 1454, la firma de la paz de Lodi entre los estados italianos puso fin a estos conflictos, pero, a su vez, el enfrentamiento entre Alemania y Francia sería el origen de la posterior presión francesa sobre los territorios napolitanos controlados por la monarquía aragonesa.

La última acción de Alfonso V fue ordenar al almirante Bernat de Vilamarí dirigirse con la flota aragonesa a asediar Génova, ante la ruptura de la paz de Lodi por parte de los genoveses. Pero la muerte llamó al Magnánimo el 27 de junio de 1458, dejando inconclusa esta nueva empresa. No tuvo hijos legítimos de su esposa, la reina María de Aragón, y no hay que buscar más explicación para este hecho que ver cómo en los cuarenta y tres años que ambos estuvieron casados apenas pasaron juntos cinco. Sí tenía Alfonso V dos hijos ilegítimos, Fernando (Ferrante) y Juan (Gianni), habidos en dos de sus amantes italianas. El primero heredaría el reino de Nápoles, mientras que el segundo lo haría con el resto de ducados y títulos transalpinos. Sin embargo, en Aragón reinaría su hermano, Juan I de Navarra (Juan II de Aragón), pues los hijos de las amantes no heredaban. Paradójicamente, Alfonso V no tuvo ningún hijo de su más famosa amante, la bella Lucrezia d’Alagno, a quien colmó de prebendas y dinero en sus últimos años de vida. El desmedido amor que sintió por esta doncella dominó sus últimos años, como nos demuestra la narración de Eneas Silvio Piccolomini:

¡Qué asombroso es el poder del amor! Un gran rey, señor de las más nobles regiones de Hispania, señor de las islas Baleares, Córcega, Cerdeña y la misma Sicilia, el hombre que ha conquistado tantas provincias de Italia y derrotado en batalla a los más poderosos príncipes, al final era derrotado por el amor e igual que un prisionero se convertía en siervo de una simple mujer.
(Recogido por Ryder, op. cit., p. 481).

El rey absentista, el rey caballero, el rey erudito, el rey mecenas

La constante vital más destacada de Alfonso es que apenas tuvo apego a los reinos hispánicos de la Corona de Aragón, a quienes prácticamente vio como agentes de financiación para sus empresas italianas, especialmente Nápoles, que se convertiría, en palabras de Vicens Vices, «el gran tombant en la seva vida» (op. cit., p. 130). Los procuradores de Cortes de sus reinos, los estamentos representados en las asambleas, e incluso algunos grandes nobles, clamaron sin éxito contra el que, tal vez, sea el monarca más absentista de la historia de España; quizá el emperador Carlos V lo fuese más en cuestiones cronológicas, pero Alfonso V, además, estaba convencido de hacer lo correcto ausentándose. Buena parte de historiadores, especialmente los radicados en el área catalana, responsabilizan la crisis económica e institucional de Cataluña durante la primera mitad del siglo XV a estas ausencias del monarca, que paralizaron las decisiones y el devenir del reino. Sin embargo, demostrado por otra parte el buen hacer de la reina María como lugarteniente, tan categórica afirmación ha de ser tomada con la cautela precisa, puesto que la conquista de Nápoles también significó la apertura comercial del Mediterráneo para catalanes, aragoneses y valencianos, que hasta ese preciso momento habían estado relegados por el poderío genovés.

Lo que sí parece confirmarse es que la conquista de Nápoles marca un antes y un después en la biografía de Alfonso V. Durante su juventud y durante los años de plena efervescencia de la empresa italiana, fue el Magnánimo aquel monarca vigoroso y rotundo, embebido del ideal caballeresco tan en boga en la época. Por ejemplo, se sabe que la orden de caballería instaurada por su padre, la de la Estola y la Jarra, típicamente aragonesa, fue promovida por Alfonso el Magnánimo durante toda su vida. No en vano, la divisa favorita del rey fue el conocido Siti perillós, es decir, el Sitio Peligroso de la Tabla Redonda, uno de los mitos del universo caballeresco artúrico, que aparece dibujado y representado en cimeras, paramentos, reposteros, baldosas y multitud de otros objetos decorativos de su propiedad. Ni que decir tiene que todos estos elementos caballerescos se vieron reforzados con la conquista de Nápoles, ciudad a la que embelleció sobremanera mediante la construcción o reforma de edificios, palacios suntuosos, grandes castillos, etc. El rey humanista, además, se convirtió no sólo en ávido lector de novelas de caballerías, engrandeciendo su biblioteca constantemente, sino que además fue mecenas y protector de las artes. Años más tarde de su muerte, Lucio Marineo Sículo sintetizaba así la fama y el aura de rey erudito que durante siempre acompañó a Alfonso el Magnánimo:

Este noble Rey honró maravillosamente, ayudó y favoreció los poetas todos y hombres de letras que, en sus tiempos, por toda Italia y Sicilia se hallavan, porque era cosa maravillosa lo que con ellos se alegrava y quánto passatiempo tenía en conversarlos. Vino en esto que, quando ya començó a gustar de verdad el fruto de las letras, fue maravillosa la librería que ayuntó, assí para sí mesmo como para todos los suyos, buscando de todas partes quantos libros preciosos se podían aver y comprándolos por qualsiquier precio que por ellos pidiessen. Y los que no podía aver por precio, avíalos prestados de qualesquier librerías que estuviessen, públicas o particulares, y mandávalos trasladar. Trabajó entre otras cosas que muchos libros griegos fuessen reconocidos y trasladados en latín por varones señalados y en aquella facultad bien doctos. Fue tanto el favor que en esto dio y las merçedes que a los sabios hizo que, sin duda, las letras latinas tornaron a resucitar y ser estimadas, que ya del todo yvan perdidas, muertas y quasi sin esperança de tornar al mundo, de tal manera que con este tan señalado príncipe no sólo florecieron los buenos capitanes y los que en armas querían señalarse, mas también los hombres doctos y que de buenas letras se preciaron, los poetas y oradores, y todos, en fin, con la grandeza d’este príncipe fueron despertados.
(Marinero Sículo, Crónica d’Aragón, ed. cit., p. 87).

La biblioteca de Alfonso el Magnánimo, que más tarde heredaría el duque de Calabria don Fernando, fue una de las más selectas de su tiempo, contribuyendo a hacer de Nápoles una especie de paraíso para las letras de la época, una corte humanista de primera magnitud. Si a ello se le suma que, como se ha visto anteriormente, el profundo sentimiento amoroso que, en su senectud, se despertó en Alfonso V hacia su amante, Lucrezia d’Alagno, se tiene la razón de ser del universo lírico cortesano cuyo mayor reflejo es el llamado Cancionero de Estúñiga. Esta recopilación lírica debe su nombre a que el primer poeta cuyas rimas pueden leerse es Lope de Estúñiga, pero en realidad refleja todo el esplendor cortesano de fiestas, música y veladas poéticas de la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo, tal como demostró en su estudio el profesor N. Salvador Miguel. En esa corte loaron las andanzas militares, caballerosas y amorosas del Magnánimo poetas como el citado Lope de Estúñiga, Carvajales, Diego del Castillo, Juan de Tapia, Juan de Andújar, Diego de Ribera, y otros varios destacados poetas de la que puede ser considerada como fermento de esas relaciones culturales entre España e Italia que dieron fermento al humanismo en el siglo XV.

Bibliografía

Fuentes

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Autor

  • Óscar Perea Rodríguez